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viernes, 9 de marzo de 2018

Luces y sombras de la ancianidad.

Psicología y Pastoral


Luces y sombras de la ancianidad


La belleza de los ancianos es su vejez (Pr. 20:29)

Para los jóvenes el tema puede parecer de escaso o nulo interés. ¡Ven ellos tan lejos el día de su jubilación! Tienen ellos la impresión de que aún les queda un siglo por delante. Sin embargo, a menos que una muerte prematura lo impida, la vejez llegará. Y cuando llegue parecerá que los años transcurridos entre la juventud y la senectud han sido pocos y raudos.
Por ser la etapa final de la vida y por sus achaques, la vejez es mirada con poca simpatía. Se contempla a través del prisma de Eclesiastés 12 y se ve un cuadro de insatisfacción (Ec. 12:1), de debilitamiento progresivo (Ec. 12:2-4), de riesgos aumentados (Ec. 12:5), todo ello anunciador de la inevitable quiebra final (Ec. 12:6-7). Hay mucho de realismo en esa descripción. Y podrían añadirse otros aspectos no menos deprimentes: sufrimiento causado por alguna enfermedad crónica, penuria económica, soledad, indiferencia de familiares y amigos en muchos casos, discapacidad mental en mayor o menor grado, ser objeto de olvido e ingratitud, falta de ideales y de actividad, desasosiego producido por la sombra de la muerte, cada vez más prolongada en el ocaso de la vida. En resumen: tristeza, depresión, desesperanza.
A pesar de todo, a menos que la discapacidad sea muy acusada, la ancianidad, comparable a una moneda, tiene un anverso y un reverso. Puede ser luminosa o sombría. Lo uno y lo otro viene determinado en gran medida por nuestro carácter y por nuestras creencias, por el concepto que tengamos de la vida y su significado; sobre todo, por lo que haya sido y sea nuestra relación con Dios. De todo ello depende que la vejez sea bella o que se tiña de tonos sombríos, que destile gozo o rezume amargura.

Los valores de la edad avanzada


Por lo general, el anciano, en condiciones mas o menos normales posee características de inestimable valía:

Experiencia enriquecedora


Los años de la juventud y la edad madura han abundado en aciertos, pero también en errores; en éxitos y en fracasos, en esperanzas realizadas y en frustraciones, en relaciones humanas enriquecedoras y en amargos desengaños, en alegrías intensas y en punzantes sufrimientos. Todo ello es pródigo en lecciones saludables. Todo se convierte en fuente de sabiduría. Con razón se dice que el diablo es más sabio por viejo que por diablo. El anciano posee la sabiduría de la vida en toda su complejidad. Curiosamente en el Antiguo Testamento se usa el término ben (hijo de) referido a la edad avanzada. El texto de Gn. 5:32, traducido literalmente, diría: «Y era Noé hijo de quinientos años». En efecto, el anciano es «hijo» de los años que ha vivido, en gran medida producto de sus experiencias. Por tal razón, sus opiniones y sus consejos suelen ser sumamente valiosos. Por ello antiguamente los ancianos eran los jueces y las autoridades indiscutidas de muchos pueblos. Todavía hoy la sociedad puede beneficiarse de la experiencia de los viejos si se tiene la cordura de tomar en consideración sus opiniones. Si el rey Roboam hubiese atendido al consejo dado por los ancianos de Israel que ya habían sido consejeros de Salomón, su padre, habría evitado la ruptura de su reino (1 R. 12:1-16).

Carácter maduro y sosegado


Los años han ido templando su temperamento. En contraste con las reacciones propias de la juventud, vehementes, por lo general poco reflexivas, poco tolerantes, más bien imperativas, los rasgos caracterológicos se han ido suavizando. El anciano se torna más juicioso. Se entusiasma poco con los dogmatismos. Raramente adopta posturas extremas que conduzcan a enfrentamientos dialécticos. Más comprensivo, prefiere la tolerancia, la síntesis armonizadora. Esta característica hace especialmente estimables las aportaciones que el anciano puede hacer en la discusión de una cuestión delicada.

Posibilidades magníficas de nueva actividad


Para muchas personas la jubilación es una experiencia de crisis. El cese en el ejercicio de su profesión las sumerge en una situación de ocio permanente que, lejos de alegrarles, las aburre y deprime. Han perdido el sentido de su vida y sólo les queda un profundo vacío existencial. Carente de ideales e ilusiones, su vivir se reduce a un simple vegetar rutinario. Van poniendo años en su vida, pero no vida en los años. Situación triste, en la que lo único que se espera con desolación es el fin de los días.

Pero el anciano no necesariamente está condenado a ese modo de vivir la etapa final de su existencia. Después de su jubilación, aún puede hallar formas de actividad que mantengan -e incluso incrementen- su capacidad productiva en trabajos adecuados a sus posibilidades. No son pocos los hombres y mujeres que, jubilados, dedican buena parte de su tiempo al cultivo de alguna de las artes, a participar en actividades culturales (sabemos de personas que incluso cursan estudios universitarios), artísticas o de promoción social. Actualmente un buen número de iglesias se ven beneficiadas con la colaboración de jubilados que de diversos modos coadyuvan eficazmente a la realización de importantes funciones. En ellos se cumple lo dicho por el salmista: «Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes» (Sal. 92:14). Y en el fruto de su ancianidad encuentran satisfacción y renovado sentido para su vida. Con razón pensaba el eminente médico español Ramón y Cajal que «la edad no es más que una apariencia cronológica, y que lo que importa es el sentimiento y el amor hacia lo que nos rodea». Cicerón, en su obra De senectude (sobre la vejez), señala que al escribirla no sólo «se le han quitado todas las molestias de la vejez, sino que se le ha vuelto dulce y agradable». Así es normalmente en muchos otros casos.

Influencia bienhechora


Las cualidades positivas de la persona anciana son una bendición para generaciones aún jóvenes. Su integridad esencial, mantenida a lo largo de los años, es un ejemplo estimulante. Vivir es navegar en un mar peligroso en el que abundan los escollos, los vientos contrarios y las corrientes desviadoras. Es muy fácil naufragar. Por ello, la perseverancia en una vida ejemplar hasta la llegada al puerto de destino es un bien inestimable para quienes la contemplan. ¡Dichosos aquellos que en la vejez así fructifican!

Los peligros de la vejez


No todas las experiencias de envejecimiento son radiantes. Algunas muestran rasgos de escasa belleza. A veces la luz se debilita. La vida aparece nublada por el recuerdo de amarguras, desengaños, dudas de todo tipo. Nada más propicio para actitudes y reacciones poco dignificantes. Veamos algunas de ellas:

El escepticismo


Fácilmente determinadas vivencias oscurecen el alma. Y la encallecen. Heridas no cicatrizadas, desgracias, decepciones profundas, dudas no desvanecidas generadoras de incertidumbres, convicciones erosionadas... Si en años anteriores la fe se ha mantenido con firmeza, en la vejez puede mostrar muescas producidas por los golpes del maligno. La consecuencia es frecuentemente una actitud de apatía frente a todo, con el consiguiente empobrecimiento espiritual.

Permisividad desmedida


La tolerancia es una virtud. La permisividad excesiva es un defecto que puede tener efectos graves. Cuando ya era viejo, demasiado tarde, el sacerdote Elí aprendió la lección. Incapaz de reprender seriamente, con toda autoridad, a sus hijos, les amonestó con tal suavidad que sus palabras no tuvieron ningún efecto. La vida escandalosa de sus vástagos sembró un pésimo ejemplo en Israel y acarreó el juicio de Dios. La vida del anciano y de sus hijos acabó en tragedia (1 S. 2:12-171 S. 2:27-361 S. 4:14-18).

Exceso de amor propio


No es raro ver ancianos tan celosos de su capacidad y reputación que se sienten hondamente heridos cuando ven que otros más jóvenes ocupan un lugar que, a su modo de ver, les correspondería a ellos. No hay nada más peligroso que el sentimiento de orgullo herido. Fácilmente genera envidia e inquina. Es patética la historia del anciano profeta de Betel narrada en el libro primero de los Reyes (1 R. 13:11-30). Léase el texto bíblico, pues cualquier comentario lo empobrecería. La actuación del anciano no pudo ser más reprobable. La horrible mancha que cayó sobre su ministerio no podría ser borrada, a pesar de su lúgubre lamentación y de lo encargado a sus hijos para el día en que muriera (1 R. 13:26-32). Quedaría en el relato bíblico a modo de luz roja para prevenir contra una de las posibles debilidades de la senectud.

Abandono de los principios básicos


El ejemplo más estridente lo hallamos en Salomón, el rey no siempre sabio. «Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos...» (1 R. 11:4). Ya había sido un mal que se casara con mujeres paganas. Pero el mal se agravó cuando, nublada su visión espiritual y debilitado con los años su carácter, cedió a las presiones de ellas y abrió la puerta a los cultos más abominables. Es triste que una vida ejemplar durante muchos años se tiña en su ocaso de error y pecado al perder de vista la voluntad de Dios.

Temor


A medida que avanza en años, el anciano suele pensar en los problemas que de modo natural se le plantearán: agotamiento de las fuerzas que ya han empezado a disminuir, posible falta de asistencia en una situación de soledad, deterioro grave de las facultades mentales... El creyente puede temer que en su ancianidad llegue a caer en los defectos y torpezas antes expuestos. ¿Pueden superarse esos miedos? El salmista, al parecer, compartió esa inquietud y clamó: «Señor, no me deseches en el tiempo de la vejez; cuando mi fuerza se acabe, no me desampares» (Sal. 71:9). La respuesta a esa súplica, dada por Dios a través de Isaías, no puede ser más tranquilizadora: «Hasta vuestra vejez yo seré el mismo, y hasta vuestras canas os sostendré. Yo, el que hice, yo os llevaré, os sostendré y os guardaré.» (Is. 46:4).

Conclusión


Que nuestra ancianidad irradie luz o que se vea envuelta en sombras depende en último término de nuestra relación con Dios, de la autenticidad de nuestra fe. Sin embargo, damos gracias a Dios porque El puede seguir usando a los ancianos no sólo a pesar de su vejez, sino a través de ella. Esto es así porque el poder del Señor se hace perfecto en nuestras debilidades. Por la fe viva en él, el anciano experimenta que el hombre interior se renueva de día en día, aguardando que El cumpla su propósito para cada día de su vida.

José M. Martínez

Usado con permiso de su autor.

Copyright © 2003 - José M. Martínez

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