Familia y Relaciones Personales
Bases para una familia sana (III)
Con este tercer y último artículo llegamos al final de una serie de reflexiones sobre la familia. Hemos considerado hasta ahora cómo una familia sana no es la que no tiene nunca problemas, sino la que sabe sobreponerse a las dificultades -capacidad de lucha- y sabe expresar amor, ya sea con las actitudes (fidelidad, confianza, entrega) o con las palabras. Analicemos seguidamente la tercera forma posible de expresar el amor en la vida familiar.
C) Las decisiones como expresión de amor
Las decisiones son el sello que rubrica nuestras actitudes y palabras. Por ello la toma de decisiones es un elemento imprescindible del amor familiar. Podríamos parafrasear al apóstol Pablo en su célebre cántico de 1 Co. 13 y decir: «Si muestro las mejores actitudes y no me faltan palabras de amor, pero no lo demuestro con mis actos y mis decisiones vengo a ser como metal que resuena o címbalo que retiñe». Las decisiones son la demostración del amor, en especial aquéllas que implican «estar al lado de», acompañar.
Observemos de nuevo la familia de Rut que ha sido nuestro punto de referencia en este estudio: «Orfa besó a su suegra, mas Rut se quedó con ella» (Rt. 1:14). Algunas versiones traducen por «se colgó de Noemí» o «se aferró a Noemí», bellas expresiones que ilustran con gran fuerza poética la intensidad del momento. Era la hora de la verdad. De muy poco habrían servido las memorables palabras del Rt. 1:16 -anteriormente comentadas- si Rut hubiese tomado el mismo camino que Orfa. ésta se limitó a expresar sentimientos: «lloró», pero ahí terminó su demostración de amor. Rut, en cambio, tomó la decisión de permanecer al lado de su suegra hasta la muerte. Era el sello que rubricaba sus palabras de amor.
Otro ejemplo lo vemos en Noemí cuando toma la iniciativa para que Rut pueda casarse. No se limita a darle un consejo vago, sino que ella misma da los pasos concretos para que su nuera y Booz puedan conocerse y le instruye en todos los detalles a fin de que la relación acabe en matrimonio (Rt. 3:1-4). Y ¿qué diremos de Booz? Primero hubo palabras de amor y de consuelo que Rut misma reconoce: «Señor mío, halle ahora yo gracia en tus ojos; porque me has consolado y has hablado al corazón de tu sierva...» (Rt. 2:13). Pero a las palabras le siguió la decisión: «Booz, pues, tomó a Rut y ella fue su mujer» (Rt. 4:13).
Hay ciertos momentos en la vida cuando no son suficientes las actitudes o las palabras. Les llamamos momentos decisivos precisamente porque requieren decidirse. En último término, el amor se demuestra a través de las decisiones tomadas a largo de los años. En la vida de familia estas decisiones vienen a formar un poso que se va sedimentando en el fondo del matrimonio. Este poso acumulado puede ser para bien -cuando las decisiones fortalecen el amor- o para tensión y conflicto cuando contradicen el amor.
Estas tres herramientas del amor -actitudes, palabras y decisiones- son el instrumento que puede transformar una casa en hogar. Hay millones de casas en el mundo, pero ¿cuántas son un hogar? El hogar se caracteriza por el calor -calor de hogar- que proviene de esta práctica del amor y es una de las mayores bendiciones que puede experimentar una persona en esta vida. Es la antesala del cielo. No es casualidad que David, en uno de sus salmos, afirme: «Dios hace habitar en familia a los desamparados» (Sal. 68:6). Una familia sana es el mejor regalo que Dios puede dar al «desamparado».
La crisis de la familia como fuente de violencia
La puesta en práctica del amor familiar a través de los medios hasta aquí expuestos no es una opción, es un deber. Y no lo es sólo para los creyentes. Lo que hay en juego es el futuro de nuestra sociedad. Son muchos los problemas sociales hoy en cuyo origen aparece la ruptura de la familia. La violencia es, quizás, el mejor ejemplo. En todas sus tristes variantes -violencia doméstica, delincuencia juvenil o incluso las guerras- encontramos un embrión de crisis familiar en su génesis.
Si estudiamos la vida familiar de dictadores sanguinarios como Stalin o el yugoslavo Milosevic, fallecido recientemente, quien llevó a su país a las más oscuras páginas de violencia en Europa desde la Segunda Guerra Mundial descubrimos las raíces de su agresividad. ¿Qué vivió este hombre en su vida familiar? ¿Qué ambiente respiró su sensibilidad infantil y juvenil? El padre se suicidó cuando él tenía 21 años; poco tiempo después se suicida su madre; para completar semejante atmósfera de violencia y trauma, le sucede luego el suicidio también de su tío. ¿Le sorprende a alguien que un ambiente familiar así contribuya poderosamente a forjar un carácter cínico y duro en extremo? ¿Conoce el lector algún gran déspota que se haya criado en un ambiente de ternura y amor familiar?
Queremos, sin embargo, detenernos en un fenómeno creciente: la violencia juvenil urbana en forma de gamberrismo gratuito, sin causa. La agresividad de muchos jóvenes hoy preocupa a políticos, sociólogos y jueces porque engendra una violencia injustificada. Como alguien ha comentado, el vandalismo actual de los jóvenes en las ciudades nos muestra la «violencia en estado puro», es simplemente el destruir por destruir. Se busca cualquier excusa -incluso en forma de supuesta fiesta- para dejar salir unos niveles de agresividad realmente alarmantes. ¿De dónde procede tanta frustración, tanta necesidad de romperlo todo? No podemos simplificar el tema, pero en no pocos casos encontramos a jóvenes a quienes no ha faltado nada desde el punto de vista material, lo han tenido todo. Pero han carecido de lo más importante: un hogar. Han vivido en casas ricas en cosas, pero muy pobres en calor de hogar. ¡Qué gran contraste entre su prosperidad material y su pobreza afectiva! España dejó atrás hace ya unos años el subdesarrollo económico, pero lo que le ha seguido es aún más duro: el subdesarrollo afectivo y moral de la vida familiar. El divorcio a la carta -«ha dejado de interesarme esta persona»-, el individualismo y los egoísmos, las ambiciones sin límite profesionales o económicas, el hacer cada uno su vida, lleva todo ello a una convivencia de familia prácticamente nula; no hay apenas comunicación ni diálogo, no hay tiempos compartidos, falta interés por el mundo y el bienestar del otro. Así, poco a poco, el hogar se convierte en pensión. Ahí radica buena parte de la frustración de muchos jóvenes que, a su vez, lleva a la agresividad. ¿Tardarán mucho los políticos en darse cuenta de que el problema de la violencia juvenil no es tanto un asunto de tener mejores escuelas, mejores equipamientos sociales, mejores psicólogos, sino ante todo mejores familias? La inversión en familias más sanas es la más rentable para un país. El único «problema» es que para tal inversión no basta con valores materiales. La familia se enriquece ante todo con valores morales y espirituales. Y esto no se compra con dinero, sale del corazón.
Llegados a este punto, quizás nos preguntemos con cierto aire compungido: «Y para estas cosas, ¿quién es capaz?» Nos invaden entonces la frustración, la impotencia o incluso los sentimientos de culpa. Ello nos lleva necesariamente a la tercera clave, para los creyentes la más trascendental porque viene a ser la clave de las claves.
3.- El arquitecto de la familia es Dios
Hablábamos en nuestro primer artículo de tres protagonistas en la historia de Rut: las circunstancias, la respuesta de la familia ante estas circunstancias y Dios. Sin Dios, la familia viene a ser como un edificio construido sobre la arena: le falta el cimiento. El salmista expresa esta idea con una metáfora semejante, la del arquitecto: «Si Dios no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican... Por demás es que os levantéis de madrugada, y vayáis tarde a reposar...» (Sal. 127:1-2).
Uno puede asistir a muchos cursos de terapia matrimonial o familiar, puede leer todos los libros a su alcance sobre estos temas, puede esforzarse tanto que llegue a «comer pan de dolores», como dice el salmista (Sal. 127:2). Todo ello es bueno en sí mismo y lo recomendamos. Pero no es suficiente para nosotros como cristianos. Falta algo, lo más importante: la fe y la confianza en Dios, el fundador y arquitecto de la familia. él tiene los «planos» del edificio porque fue él quien diseñó la familia. Nosotros somos simplemente los albañiles. Por ello necesitamos recurrir constantemente a él para construir con sabiduría. A ningún albañil se le ocurre edificar a su antojo y prescindir de la experta dirección del arquitecto. Tampoco nosotros podemos cometer semejante insensatez en el delicado proceso de edificar nuestro matrimonio y nuestra familia.
En otra palabras, la fe y el amor son como las dos alas de un pájaro, van juntas y no se pueden separar. El amor se sostiene con los ojos de la fe y la fe se muestra activa en el amor. Esta es la realidad que descubrimos también en el libro de Rut. Todos los miembros de aquella familia tenían fe en un Dios personal. La frase de Booz referida a Dios -«bajo cuyas alas has venido a refugiarte» (Rt. 2:12)- expresa un concepto casi maternal de Dios. Observemos cómo se refieren a Dios con la palabra «Yahwéh», aludiendo así al Dios del Pacto, fiel y cercano. Levantar los ojos al cielo en actitud de confianza y dependencia de Dios es lo que va a hacer que la familia funcione.
Podríamos mencionar muchas maneras de cómo Dios «edifica la casa»; pero nos limitaremos a dos de ellas que son muy evidentes en la familia de Noemí:
• Dios nos renueva las fuerzas. La vida familiar implica una brega diaria intensa, incluso una lucha contra muy diversos problemas: materiales, emocionales, espirituales. Tal brega desgasta y puede llevar al desánimo, al agotamiento o, a veces al deseo de «abandonar». Es en estos momentos cuando la mirada al cielo refresca y renueva las fuerzas. Los ojos de la fe nos acercan a Cristo, fuente de descanso de nuestros «trabajos y cargas», incluidas las cuitas familiares (Mt. 11:28).
• Dios transforma desiertos en oasis. Dios no se limita a darnos descanso y fuerzas renovadas. En su sabiduría él restaura, transforma, cambia los problemas y las circunstancias a fin de cumplir sus propósitos para nuestro bien. Ello es así porque él dirige nuestros pasos tanto en la vida personal como en la familiar: «Por Jehová son ordenados los pasos del hombre y él aprueba su camino... Joven fui y he envejecido, y no he visto justo desamparado ni su descendencia (familia) que mendigue pan» (Sal. 37:23, Sal. 37:25). Sí, Dios cambia la desesperanza en esperanza porque siempre provee una salida, abre camino donde parece que no lo hay: «He aquí que yo hago cosa nueva, pronto saldrá a luz... Otra vez abriré camino en el desierto y ríos en la soledad» (Is. 43:19). Esta capacidad de Dios para convertir las tragedias en historias con sentido es la lección más formidable del libro de Rut; ésta fue la experiencia de aquellas dos mujeres que, en medio de muchas adversidades y sufrimiento fueron a «refugiarse bajo las alas de Yahwéh». En esta confianza radica la clave última para una familia sana.
Pablo Martínez Vila
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