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sábado, 31 de marzo de 2018

MÚSICA ESPECIAL DE ADORACIÓN

Es tiempo para meditar y cantar en nuestros corazones,
 en gratitud al Salvador, nuestro Señor Jesucristo.
¡Dios les bendiga!

                                                       John Troutman

miércoles, 28 de marzo de 2018

El poder de su resurrección

El poder de su resurrección


Fuente de aliento para la vida diaria


«Acuérdate de Jesucristo resucitado de los muertos» (2 Ti. 2:8)

En el calendario cristiano ocupa un lugar destacado la llamada Semana Santa, cuando se recuerda la pasión y muerte de Cristo seguida de su resurrección. Desde el principio de la revelación cristiana, la crucifixión del Señor se ha considerado la clave de nuestra salvación. En la cruz del Calvario Jesús cargaba con nuestros pecados y mediante su sacrificio cruento los expiaba, Así abrió la puerta de nuestra reconciliación con Dios, principio de una vida nueva en su Reino Sin embargo, glorioso como es en sí el mensaje de la cruz, perdería su eficacia si nuestro Salvador no hubiese resucitado de entre los muertos. De ahí el empeño de los escritores sagrados, testigos del gran milagro, en destacar y acreditar este hecho. El apóstol Pablo, en una síntesis inigualada del Evangelio (1 Co. 15:3-4). Tres frases lo resumen todo: «»Cristo murió por nuestros pecados», «fue sepultado, «resucitó al tercer día conforme a las Escrituras». Y el resto del capítulo lo dedica a demostrar la veracidad histórica de este último acontecimiento. Tal importancia le concede que lo convierte en piedra de toque del mensaje cristiano: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14).

En otro texto, el que encabeza este tema, el apóstol relaciona la resurrección del Señor con el ministerio cristiano. Timoteo, colaborador suyo, como fiel soldado de Jesucristo, había de sufrir penalidades a semejanza del propio apóstol (2 Ti. 2:3-9). Las circunstancias en que su milicia había de discurrir eran duras, una tentación al temor, al enfriamiento espiritual, a la deserción. Pues bien, hay un antídoto eficaz para el desánimo y la deslealtad, el dado por Pablo a su hijo espiritual, Timoteo: «Acuérdate de Jesucristo levantado de entre los muertos» (2 Ti. 2:8). Con este milagro se ponía de manifiesto su poder sobre todas las fuerzas de destrucción, incluida la misma muerte. No es posible hallar mayor fuente de estímulo y confianza. Su asunción personal ante cualquier tipo de peligro, duda o sufrimiento puede ayudarnos a salir indemnes de toda tentación:

Cuando sentimientos de culpa te lleven a dudar de tu salvación, «acuérdate de Jesucristo resucitado» y entenderás que «ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús» (Ro. 8:1), pues Cristo «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Ro. 4:25).

Cuando las tribulaciones de la vida amenacen con hundirte, «acuérdate de Jesucristo resucitado». Aun del sepulcro se levantó triunfante. A sus discípulos los libró del naufragio cuando una tempestad en el lago de Tiberíades estaba a punto de acabar con sus vidas. En otra ocasión, andando de noche sobre las aguas del mismo lago, provocó el terror de los discípulos que creían ver en la figura caminante un fantasma. En muchas situaciones oscuras de nuestra vida solemos ver fantasmas estremecedores cuando en realidad nos hallamos ante la presencia de un Salvador todopoderoso, a quien oímos decir:: «Soy yo, no tengáis miedo» (Mt. 14:22-27).

Cuando veas que tu cielo se nubla y te atenaza un sentimiento de frustración, «acuérdate...» y todo cambiará en tu interior, como cambió el de los dos discípulos de Emaús, primeramente tristes y desconcertados por la muerte del Maestro, pero después radiantes de gozo y pletóricos de energía espiritual al comprobar que su Señor, resucitado, era el Cristo, vivo y glorificado.

Cuando veas que la Iglesia languidece y se mundanaliza con peligro de extinción, «acuérdate...». Jesús te dice: «No temas, yo soy el primero y el último, el que vive; estuve muerto; pero ahora estoy vivo por los siglos de los siglos. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades.» (Ap. 1:17-18). él sigue diciendo: «Edificaré mi iglesia y las puertas del hades no prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18)

Cuando tu fe se vaya enfriando y empiece a perderse tu primer amor,

 «acuérdate...». Le oirás decir: 

«Bástate mi gracia, porque mi poder en la debilidad se perfecciona» (2 Co. 12:9).

 «El que ha empezado en vosotros la buena obra la perfeccionará hasta el Día de Jesucristo» (Fil. 1:6).

Cuando el temor a la muerte te deprima y debilite, o cuando te arrebate un ser querido

«acuérdate...». El señor no sólo venció a la muerte, sino que, con su triunfo sobre ella, puede «librar a todos los que por el temor a la muerte están toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14-15). Cuando somos conscientes de estas realidades, podemos mirar a nuestro fallecimiento o al de nuestros deudos y amigos con serenidad, sin miedos recónditos o frías incertidumbres, Nuestra fe descansa en la promesa de Aquel que dijo: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá» (Jn. 11:25). Tener a Cristo es tener la vida; nada ni nadie puede aniquilarla. Estamos unidos al Salvador mediante la fe, y nada podrá separarnos de él o de su acción redentora. Estamos unidos a Cristo como el cuerpo a la cabeza. En virtud de esta unión, Dios está totalmente a nuestro favor. Consecuencia: «Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (...) ¿Quién nos separará del amor de Cristo?» (Ro. 8:31). Pablo responde con firme convencimiento: »Estoy cierto de que ni la muerte, ni la vida, ni ángeles, ni principados, ni potestades, ni lo presente, ni lo porvenir (...) nos podrá separar del amor de Dios que es en Cristo Jesús.»

¡ACUÉRDATE...!

José M. Martínez

Copyright © 2004 - José M. Martínez

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Música especial de Adoración

¡Te exaltamos Dios!



martes, 27 de marzo de 2018

La cruz de Cristo en su perspectiva bíblica

La cruz de Cristo en su perspectiva bíblica


Pocos objetos han sido tan desfigurados y mal interpretados como la cruz del Calvario. Para los judíos contemporáneos de Jesús fue skándalon, «piedra de tropiezo»; para los griegos, imbuidos de ideas filosóficas, morías, «locura». Parecía el colmo de los absurdos pensar que la salvación de la humanidad dependiera de la muerte de un crucificado, con todo lo que de repulsivo tenía tal forma de ejecución.

Al llegar la llamada Semana Santa, cada año vuelven a verse en muchos lugares manifestaciones religiosas que evidencian el escaso conocimiento que del significado de la cruz tienen aún gran número de personas. Apena ver cómo las escenas más patéticas de la pasión y muerte del Salvador se reproducen teatralmente en impresionantes procesiones. En el menos deplorable de los casos, las imágenes conmueven los sentimientos de algunos espectadores; pero por lo general todo queda reducido a mero espectáculo Como parte de éste suele verse algún penitente que participa de la procesión cargado con una voluminosa cruz de madera. Cree el hombre que con ese sacrificio contribuye a la expiación de sus pecados, con lo que evidencia su ignorancia respecto a una de las verdades fundamentales del Evangelio: sólo «la sangre de Jesucristo nos limpia de todo pecado» (1 Jn. 1:7).

No sólo en Semana Santa, sino a lo largo de todo el año, muchas personas llevan colgada del cuello una crucecita de oro. Es difícil saber si ello obedece a un sentimiento religioso íntimo, a la tendencia a exhibir ornamentos o a superstición (en ese objeto suele verse un talisman protector). Esta última interpretación estaría en consonancia con la secular práctica del santiguarse; se piensa que hacer la señal de la cruz aleja toda clase de males, físicos y morales. Así, en el fondo, la cruz queda emparentada con la magia.
La amplia difusión de estos y otros errores hace necesaria una exposición del tema de la cruz. La amplitud del mismo nos obliga a presentarla muy resumidamente, casi sólo en forma de bosquejo.

I. La crucifixión de Cristo como hecho histórico


Cuando el Credo Apostólico afirma que Jesucristo «padeció bajo el poder de Poncio Pilatos» está destacando un evento histórico, lo que es altamente significativo. El cristianismo no descansa sobre ideas; no es mera teología. Se fundamenta en acontecimientos históricamente demostrables relativos a la vida y obra de Cristo: su nacimiento, su ministerio, su muerte, su resurrección. De todo ello nos dan cuenta los evangelistas en sus composiciones literarias (evangelios). Tales composiciones no son simple fruto del fervor de los autores, como algunos críticos han pensado. Es innegable que los evangelistas escribieron con corazones enardecidos por el recuerdo de Cristo, avivado por la acción del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que lo hicieron con la objetividad de testigos oculares (Mateo, Marcos y Juan) o con espíritu de investigador serio (Lucas, Lc. 1:1-3).

Sus narraciones nos presentan los hechos con gran realismo, particularmente los relativos a la pasión y muerte de Jesús. El juicio, la sentencia condenatoria y la ejecución se llevaron a efecto de acuerdo con las disposiciones jurídicas de Roma que conocemos por los historiadores. Aunque Jesús fue entregado al gobernador romano por las autoridades judías, fue Pilato quien tuvo la palabra final en el proceso. El factor determinante de su resolución fue la insistencia del Sanedrín en que Jesús era una amenaza para la estabilidad política del país: «Solivianta al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí» (Lc. 23:5). Esta desfiguración malintencionada podía hacer pensar que tal vez Jesus era uno de los cabecillas del grupo subversivo de los zelotes (uno de los apóstoles había militado en sus filas -Mt. 10:4- y probablemente el Iscariote también). Además había dado a entender que él era el Mesías, el Rey de los judíos, y había recomendado la evasión fiscal del impuesto destinado a la hacienda del imperio. Ante estas insinuaciones, pese a sus dudas y a su vacilación, Pilato finalmente «lo entregó a ellos para que fuese crucificado» (Jn. 19:16). Todos los detalles cuadran perfectamente con el marco histórico de aquella época. No debe haber, pues, dudas en cuanto a la veracidad de los evangelistas. La única dificultad acerca de lo relatado por ellos no es la relativa a su historicidad. Sería -y es- la interpretación del hecho histórico. ¿Qué significa la muerte de Cristo?

II. La cruz, meta de la vida de Jesús


No disponemos de datos que nos permitan deducir cuándo empezó Jesús a ser consciente de su identidad divina y de su misón en el mundo, aunque hubo de ser a edad muy temprana, pues ya a los doce años declaraba su necesidad de estar ocupado en los asuntos de su Padre (Lc. 2:41-49). Sí sabemos que pronto en los años de su ministerio público vio con claridad el final cruento de su vida (Mt. 16:21). La predicción de su muerte se repite, abierta o veladamente, en varias ocasiones (Mr. 10:38Mt. 20:18Lc. 12:50). A medida que se aproxima el desenlace de la pugna con los judíos incrédulos, Jesús habla de su «hora» (Jn. 12:23Jn. 16:32), y poco antes de su detención en Getsemaní, declara: «La hora ha llegado» (Jn. 17:1), palabras que confirma tras su agonía en el huerto, cuando sus apresadores están a punto de aprehenderlo (Mt. 26:45Mr. 14:41). Diríase que, más que cualquier otro hombre, Jesús nació para morir. Su vida entera discurrió bajo la sombra ominosa de la cruz.

Muchas personas alcanzan la edad madura y aún no saben qué sentido tiene su existencia. Y todas ignoran cuál será su futuro. El Señor Jesucristo tuvo una idea muy clara de su identidad y de su obra. No había venido a la tierra primordialmente para enseñar o para sanar enfermos; tampoco para impresionar al mundo con sus milagros. Había nacido para «morir». Todo lo demás en su vida fue accesorio. En su caso la muerte no fue el fin; fue la cumbre de su vida. En la cruz iba a consumarse la obra de Dios para la salvación de los hombres. De lo acontecido en el Gólgota dependería la reparación de las ruinas causadas por el pecado y la rehabilitación del ser humano, rebelde en su naturaleza caída, para la reconciliación con Dios y la participación en la gloria de su Reino.

III. Significado de la muerte de Cristo


El propio Señor Jesús fue muy consciente de que su muerte no sería un amargo fracaso, una tragedia irreparable que existinguiría las huellas de du paso por la historia. Siempre, detrás de la cruz, veía su resurrección (Mt. 16:21), el triunfo de una vida indestructible. Para él la cruz era la culminación de lo revelado en las Escrituras acerca del Mesías (Lc. 24:45-47). Sabía que era el Antitipo de numerosos tipos contenidos en el Antiguo Testamento: templo, fiestas, sacrificios, sacerdotes, reyes. Sobre todo, se veía a sí mismo como el Ebed Yahveh, el Siervo sufriente descrito en Is. 52 y 53 que había de «poner su vida en expiación por el pecado» (Is. 53:10). Jesús probablemente recordaba este texto cuando declaró que no había venido para ser servido, sino «para servir y dar su vida en rescate por muchos» (Mt. 20:28).

También los apóstoles entendieron y proclamaron el significado de la cruz. Su testimonio es unánime al destacar el carácter vicario, expiatorio y redentor de la muerte de Cristo (Ro. 4:25Ro. 5:8Ro. 8:321 Co. 11:242 Co. 5:14-15Gá. 1:4Gá. 2:21Ef. 5:21 P. 1:18-191 Jn. 1:7Ap. 1:5). Cristo fue el segundo Adán, quien puso fin a la transgresión y la condenación reportadas por el primer Adán para traer a los hombres la justificación de vida (Ro. 5:17). Este hecho nos lleva a considerar algunos aspectos importantes del mensaje de la cruz:

La universalidad del propósito salvífico de Dios. A lo largo de toda la Biblia se hace notar el carácter universalista del plan divino . En los albores del periodo patriarcal, Dios dice a Abraham: «En ti serán benditas todas las familias de la tierra» (Gn. 12:3). En el Nuevo Testamento se confirma esa promesa. Jesús confesó que tenía otras ovejas fuera del rebaño judío, a las que atraería para que oyeran su voz y se integraran en su redil. (Jn. 10:16). Ante unos griegos que deseaban verle, hace, en clara alusión a su muerte, una significativa revelación: «Si yo fuere levantado de la tierra, a todos atraeré a mí mismo (esto dijo dando a entender de qué muerte iba a morir)» (Jn. 12:32). Una de sus últimas declaraciones fue: «Así está escrito y así era necesario, que el Cristo padeciese y resucitase de los muertos; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados a todas las naciones.» (Lc. 24:46-47). Pablo ratifica la universalidad del Evangelio (Gá. 3:28). Y Juan, en sus visiones apocalípticas ve, en compañía de Cristo, «el que nos amó y nos liberó de nuestros pecados con su muerte» (Ap. 1:5) «una multitud inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y palmas en sus manos.» (Ap. 7:9).

Paralelamente a la concepción universalista de la redención, nos descubre Pablo la dimensión cósmica de la obra reconciliadora de Cristo en su muerte (Col. 1:19-20). El propósito eterno de Dios era «restaurar todas las cosas en Cristo en la dispensación del cumplimiento de los tiempos» (Ef. 1:9-10) en el marco de una nueva creación. Sólo de este modo podían verse en su plenitud los efectos de lo acaecido en el Calvario.

IV. La cruz en la experiencia del creyente


La muerte de Jesús no es sólo un hecho histórico. Tiene una proyección profunda en la experiencia del cristiano. Pablo escribía a los gálatas: «Con Cristo estoy juntamente crucificado» (Gá. 2:20). Al decir esto piensa fundamentalmente en su justificaciónante Dios, como se desprende de Gá. 2:21. Cristo en la cruz murió para expiar el pecado. Si yo estoy identificado con él en su muerte, quedo libre de condenación. En virtud de esa expiación, Dios me otorga su «justicia».

Pero hay más. En otro texto Pablo manifiesta que «fuimos sepultados juntamente con él para muerte por medio del bautismo, a fin de que, como Cristo resucitó de los muertos, así también nosotros andemos en novedad de vida... Nuestro viejo hombre fue crucificado juntamente con él para que el cuerpo del pecado sea reducido a la impotencia, a fin de que no sirvamos más al pecado» (Ro. 6:4-6). Aquí tenemos el secreto de la santificación. Es por la identificación con la muerte y la resurrección de Cristo que podemos vivir santamente.

Comunión de sufrimientos juntamente con Cristo. Cuando Jesús anunció su muerte a sus discípulos los previno acerca del destino que les esperaba. Habían de estar dispuestos a tomar su cruz y seguirle, incluso a perder su vida por causa de él (Mt. 16:24-25). A Jacobo y Juan les dijo: «La copa que yo bebo, beberéis» (Mr. 10:39). Los siervos y discípulos no podían esperar mejor suerte que la de su Maestro y Señor. Si somos «coherederos con Cristo», es lógico «que padezcamos juntamente con él, para que juntamente con él seamos glorificados.» (Ro. 8:17). Pero «lo que en este tiempo se padece no es de comparar con la gloria venidera que en nosotros ha de ser manifestada» (Ro. 8:18).

Liberación del temor a la muerte. Cristo se identificó con los hombres en su naturaleza humana, en el sufrimiento y en la muerte; participó de su «carne y sangre» para, «por medio de la muerte, destruir el poder del que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo, y librar a todos los que por el temor de la muerte estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre» (Heb. 2:14-15). En esta realidad se fundamenta la esperanza cristiana.

El apóstol Pablo se nutrió siempre espiritualmente del mensaje de la cruz. Se extasió ante su grandiosidad y lo vivió en riquísima experiencia. No es de extrañar que exclamara: «¡Lejos sea de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.» (Gá. 6:14). ¿Podemos afirmar lo mismo nosotros? Sólo así podremos celebrar la Semana Santa dignamente.

José M. Martínez

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lunes, 26 de marzo de 2018

«Las Siete Palabras» en la cruz, el sermón supremo de Jesús.

Su biblia siempre a la mano para leer sus versículos esta mañana.

¡Dios le bendiga!


«Las Siete Palabras» en la cruz, el sermón supremo de Jesús


Uno de los pasajes bíblicos más leídos en la Semana Santa es, obviamente, el relato de la crucifixión. Recordamos los sufrimientos de Jesús -su pasión-, celebramos su victoria sobre el pecado -nuestra salvación-, y todo ello nos mueve a la adoración. Así cantamos, emocionados y llenos de gratitud, «La cruz sangrienta al contemplar»«Cabeza ensangrentada» y otro himnos de gran riqueza espiritual y teológica.
Durante las horas que estuvo clavado en la cruz, el Señor exclamó siete frases memorables que se han venido en llamar «Las Siete Palabras». Fueron sus últimas palabras. Con estas breves frases Jesús pronuncia el mensaje más profundo que se haya predicado jamás, una verdadera síntesis del Evangelio. Allí encontramos resumido lo más extraordinario del carácter de nuestro Señor y del plan divino para con el ser humano. El «Sermón de las Siete Palabras» ha inspirado innumerables predicaciones y escritos a lo largo de los siglos. J.S. Bach recoge en su emocionante Pasión según San Mateo el espíritu inigualable de este texto bíblico. También J. Haydn en el siglo XVIII compuso, por encargo, una obra muy apreciada sobre Las Siete Palabras en la que pone música a este memorable pasaje.

En esta reflexión al filo de la Semana Santa quiero compartir sólo un aspecto de «Las Siete Palabras» que, cuando lo descubrí, me impresionó y dejó en mí una huella indeleble. Se trata por supuesto de su contenido, pero en especial del orden en que Jesús pronuncia estas frases; a simple vista parece algo casual, pero un análisis detallado nos muestra cómo este orden es profundamente significativo porque refleja las prioridades del Señor y es un reflejo formidable de su carácter y de su corazón pastoral. Para mí, es en la cruz donde la belleza del carácter de Cristo alcanza su máximo esplendor. En la hora de la mayor oscuridad, sus palabras brillan como oro refulgente. Profundizar en estas «Siete Palabras» de Jesús me ha ayudado a amarle más a él y ha moldeado mi acercamiento hacia las personas, en especial las que sufren, a lo largo de mi vida.

El corazón pastoral de Jesús en la cruz


La sensibilidad de Jesús hacia su prójimo, su amor y preocupación por los que estaban a su lado, alcanzan en estas frases un clímax apoteósico. Lo más natural en las horas previas a una muerte por condena es que la persona se concentre en sí misma, en sus pensamientos y emociones, alejándose de su entorno en un proceso de ensimismamiento tan lógico como comprensible. Incluso cuando esta muerte es por enfermedad, todos entendemos que el centro no son los demás, los que le acompañan, sino aquel que está a punto de partir. En la cruz ocurre exactamente lo contrario: Jesús se olvida de sí mismo y de sus necesidades (que expresará más tarde) y se concentra en los que están con él, no importa que sean sus enemigos -los que le estaban torturando- , unos simples desconocidos -los malhechores- o un ser tan amado como su madre. Para todos tiene las palabras justas que necesitaban. A cada uno de ellos el Señor le habla conforme a su necesidad tal como se profetizó 400 años antes: «El Señor me dio lengua de sabios para saber hablar palabras...» (Is. 50:4).

Nunca nadie ha tenido una demostración tan grande de amor en la hora de la muerte, un corazón pastoral tan genuino. Pero el Buen Pastor (Jn. 10:7-21), el Príncipe de los Pastores (1 P. 5:4murió pastoreando. Las palabras de Jesús en la cruz contienen como un tesoro comprimido la esencia del carácter divino y del Evangelio: su profundo amor hacia todos sin excepción, su sensibilidad exquisita hacia los que sufren, su sabiduría para hablar a cada uno según su necesidad. En las tres primeras frases -«palabras»- Jesús muestra una preocupación intensa por los que estaban cerca de él, todos aquellos que en aquella hora de angustia y dolor supremo eran su prójimo. A cada uno de ellos le da la palabra que más necesitaba:

Palabras de perdón a sus enemigos


«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc. 23:34).

Jesús muere perdonando. Todo el acto salvífico en la cruz simbolizaba el perdón divino (Jn. 3:14-15). Pero era conveniente hacer explícito este perdón con palabras claras, audibles, contundentes, con una fuerza emocional arrolladora y una autoridad espiritual definitiva. Al exclamar «Padre, perdónalos...», Jesús verbaliza el sentido de su venida a este mundo. De hecho el nombre Jesús significa precisamente «él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21). La petición de perdón no se refería solamente a los que de forma directa le estaban humillando -los soldados y autoridades religiosas-, sino a todo ser humano (como nos describe con detalle el impresionante cántico de Isaías 53).

En la cruz, Jesús nos enseña que el perdón puede ser unilateral, no requiere dos partes a diferencia de la reconciliación. Yo puedo -y debo- perdonar aunque mi ofensor no me haya pedido perdón. Esteban, bajo la furia de las piedras que lo estaban matando, fue el primero en imitar de forma modélica a su Maestro y Señor (Hch. 7:60). Nosotros somos llamados a hacer lo mismo.

Palabras de salvación a unos malhechores


«De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc. 23:43).

Jesús murió acompañado de dos desconocidos. Probablemente nunca antes estos dos malhechores habían cruzado palabras con el Señor. La historia es conocida: a las puertas de la muerte, uno de ellos tiene temor de Dios y le ruega a Jesús: «Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino» (Lc. 23:42). La respuesta es tan inmediata como clara. Jesús le da aquello que más necesitaba en aquel momento: esperanza, la esperanza que nace de la salvación en Cristo y que sería para él «un fortísimo consuelo» (Heb. 6:18) en las interminables horas de martirio que iban a seguir.
Por cierto, la actitud de Jesús, llena de misericordia, nos recuerda que es posible ser salvo in extremis si de veras se invoca al Señor de todo corazón, desde lo profundo del alma y con humildad, tal como hizo el ladrón en la cruz.

Palabras de protección a su madre


«Cuando Jesús vio a su madre... dijo al discípulo (Juan): He aquí tu madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn. 19:26-27).

Es bien significativo que las últimas palabras de preocupación y cuidado por un ser humano que Jesús pronuncia en esta tierra sean para su madre. Es la rúbrica final a una vida pensando siempre en los demás y en cómo servirles. Jesús no podía olvidar a su madre en esta hora de dolor lacerante para ella; el corazón de María estaba destrozado por la agonía de su hijo, desolada por un final tan trágico. Además, María casi con toda seguridad era viuda ahora, por lo que quedaba en una situación de desamparo. Pero el Señor, el pastor por excelencia, no podía descuidar su deber de «honrar a padre y madre» (Mt. 19:19).

¡Cuán divino y cuán humano al mismo tiempo! La espiritualidad expresada en una profunda preocupación por lo humano. Este último acto amoroso de Jesús nos recuerda que la verdadera espiritualidad nos hace siempre más humanos. La primera evidencia de que amamos a Dios (nos recuerda el mismo Juan en su primera epístola) es amar al hermano que tenemos al lado Y el pastor debe empezar su pastoreo en su propia casa. Por ello Jesús encomienda el cuidado de su madre a su amigo y discípulo amado, el sensible y tierno Juan, aquel que «estaba recostado al lado de Jesús» (Jn. 13:23). Juan cumplió de forma inmediata la petición y «desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa» (Jn. 19:27).

Las necesidades propias, al final. «Después de esto, Jesús dijo...»:


«Tengo sed» (Jn. 19:28)

«Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt. 27:46)

¡Cuán significativa la expresión con que Juan prosigue el relato: «Después de esto….» (Jn. 19:28). Hasta aquí hemos visto cómo aún en la hora misma de la agonía, Jesús se dio y sirvió, pensó antes en los demás que en sí mismo, buscó colmar las necesidades de su prójimo, tanto espirituales (la salvación y el perdón) como humanas y terrenales (la protección de su madre viuda). Sólo «después de esto», es decir, tras esta genuina manifestación de su corazón pastoral Jesús expresa sus propias necesidades:
  • físicas: «tengo sed».
  • emocionales y espirituales: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?». La soledad y el sentimiento de lejanía del Padre marcan el máximo dolor de Jesús. No hay mayor infierno que la separación de Dios. Jesús sabía que este momento era inevitable (profetizado ya en el Salmo 22) porque el Padre no podía tener contacto con el pecado que el Hijo estaba llevando en aquel acto vicario.
  • El más grande sermón que se haya predicado nunca termina con una frase llena de serenidad, de confianza y de esperanza:
«Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc. 23:46)

Todo hijo de Dios puede tener esta misma actitud en la hora de la muerte, la certeza de que nuestro espíritu pasa a las manos del Padre amante que nos recibirá con gozo en su gloria. Ello es posible porque Jesucristo en la cruz pudo concluir su sermón con la séptima y última palabra, la que lo sellaba todo: «Consumado es» (Jn. 19:30).

Los que amamos a este precioso Jesús, modelo supremo de corazón pastoral, nos unimos al gran coro de los redimidos en el cielo y exclamamos: «¡Aleluya, porque el Señor nuestro Dios Todopoderoso reina» (Ap. 19:6). Este es el verdadero gozo de la Semana Santa.

Pablo Martínez Vila

Copyright © 2013 - Pablo Martínez Vila

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viernes, 9 de marzo de 2018

Luces y sombras de la ancianidad.

Psicología y Pastoral


Luces y sombras de la ancianidad


La belleza de los ancianos es su vejez (Pr. 20:29)

Para los jóvenes el tema puede parecer de escaso o nulo interés. ¡Ven ellos tan lejos el día de su jubilación! Tienen ellos la impresión de que aún les queda un siglo por delante. Sin embargo, a menos que una muerte prematura lo impida, la vejez llegará. Y cuando llegue parecerá que los años transcurridos entre la juventud y la senectud han sido pocos y raudos.
Por ser la etapa final de la vida y por sus achaques, la vejez es mirada con poca simpatía. Se contempla a través del prisma de Eclesiastés 12 y se ve un cuadro de insatisfacción (Ec. 12:1), de debilitamiento progresivo (Ec. 12:2-4), de riesgos aumentados (Ec. 12:5), todo ello anunciador de la inevitable quiebra final (Ec. 12:6-7). Hay mucho de realismo en esa descripción. Y podrían añadirse otros aspectos no menos deprimentes: sufrimiento causado por alguna enfermedad crónica, penuria económica, soledad, indiferencia de familiares y amigos en muchos casos, discapacidad mental en mayor o menor grado, ser objeto de olvido e ingratitud, falta de ideales y de actividad, desasosiego producido por la sombra de la muerte, cada vez más prolongada en el ocaso de la vida. En resumen: tristeza, depresión, desesperanza.
A pesar de todo, a menos que la discapacidad sea muy acusada, la ancianidad, comparable a una moneda, tiene un anverso y un reverso. Puede ser luminosa o sombría. Lo uno y lo otro viene determinado en gran medida por nuestro carácter y por nuestras creencias, por el concepto que tengamos de la vida y su significado; sobre todo, por lo que haya sido y sea nuestra relación con Dios. De todo ello depende que la vejez sea bella o que se tiña de tonos sombríos, que destile gozo o rezume amargura.

Los valores de la edad avanzada


Por lo general, el anciano, en condiciones mas o menos normales posee características de inestimable valía:

Experiencia enriquecedora


Los años de la juventud y la edad madura han abundado en aciertos, pero también en errores; en éxitos y en fracasos, en esperanzas realizadas y en frustraciones, en relaciones humanas enriquecedoras y en amargos desengaños, en alegrías intensas y en punzantes sufrimientos. Todo ello es pródigo en lecciones saludables. Todo se convierte en fuente de sabiduría. Con razón se dice que el diablo es más sabio por viejo que por diablo. El anciano posee la sabiduría de la vida en toda su complejidad. Curiosamente en el Antiguo Testamento se usa el término ben (hijo de) referido a la edad avanzada. El texto de Gn. 5:32, traducido literalmente, diría: «Y era Noé hijo de quinientos años». En efecto, el anciano es «hijo» de los años que ha vivido, en gran medida producto de sus experiencias. Por tal razón, sus opiniones y sus consejos suelen ser sumamente valiosos. Por ello antiguamente los ancianos eran los jueces y las autoridades indiscutidas de muchos pueblos. Todavía hoy la sociedad puede beneficiarse de la experiencia de los viejos si se tiene la cordura de tomar en consideración sus opiniones. Si el rey Roboam hubiese atendido al consejo dado por los ancianos de Israel que ya habían sido consejeros de Salomón, su padre, habría evitado la ruptura de su reino (1 R. 12:1-16).

Carácter maduro y sosegado


Los años han ido templando su temperamento. En contraste con las reacciones propias de la juventud, vehementes, por lo general poco reflexivas, poco tolerantes, más bien imperativas, los rasgos caracterológicos se han ido suavizando. El anciano se torna más juicioso. Se entusiasma poco con los dogmatismos. Raramente adopta posturas extremas que conduzcan a enfrentamientos dialécticos. Más comprensivo, prefiere la tolerancia, la síntesis armonizadora. Esta característica hace especialmente estimables las aportaciones que el anciano puede hacer en la discusión de una cuestión delicada.

Posibilidades magníficas de nueva actividad


Para muchas personas la jubilación es una experiencia de crisis. El cese en el ejercicio de su profesión las sumerge en una situación de ocio permanente que, lejos de alegrarles, las aburre y deprime. Han perdido el sentido de su vida y sólo les queda un profundo vacío existencial. Carente de ideales e ilusiones, su vivir se reduce a un simple vegetar rutinario. Van poniendo años en su vida, pero no vida en los años. Situación triste, en la que lo único que se espera con desolación es el fin de los días.

Pero el anciano no necesariamente está condenado a ese modo de vivir la etapa final de su existencia. Después de su jubilación, aún puede hallar formas de actividad que mantengan -e incluso incrementen- su capacidad productiva en trabajos adecuados a sus posibilidades. No son pocos los hombres y mujeres que, jubilados, dedican buena parte de su tiempo al cultivo de alguna de las artes, a participar en actividades culturales (sabemos de personas que incluso cursan estudios universitarios), artísticas o de promoción social. Actualmente un buen número de iglesias se ven beneficiadas con la colaboración de jubilados que de diversos modos coadyuvan eficazmente a la realización de importantes funciones. En ellos se cumple lo dicho por el salmista: «Aun en la vejez fructificarán; estarán vigorosos y verdes» (Sal. 92:14). Y en el fruto de su ancianidad encuentran satisfacción y renovado sentido para su vida. Con razón pensaba el eminente médico español Ramón y Cajal que «la edad no es más que una apariencia cronológica, y que lo que importa es el sentimiento y el amor hacia lo que nos rodea». Cicerón, en su obra De senectude (sobre la vejez), señala que al escribirla no sólo «se le han quitado todas las molestias de la vejez, sino que se le ha vuelto dulce y agradable». Así es normalmente en muchos otros casos.

Influencia bienhechora


Las cualidades positivas de la persona anciana son una bendición para generaciones aún jóvenes. Su integridad esencial, mantenida a lo largo de los años, es un ejemplo estimulante. Vivir es navegar en un mar peligroso en el que abundan los escollos, los vientos contrarios y las corrientes desviadoras. Es muy fácil naufragar. Por ello, la perseverancia en una vida ejemplar hasta la llegada al puerto de destino es un bien inestimable para quienes la contemplan. ¡Dichosos aquellos que en la vejez así fructifican!

Los peligros de la vejez


No todas las experiencias de envejecimiento son radiantes. Algunas muestran rasgos de escasa belleza. A veces la luz se debilita. La vida aparece nublada por el recuerdo de amarguras, desengaños, dudas de todo tipo. Nada más propicio para actitudes y reacciones poco dignificantes. Veamos algunas de ellas:

El escepticismo


Fácilmente determinadas vivencias oscurecen el alma. Y la encallecen. Heridas no cicatrizadas, desgracias, decepciones profundas, dudas no desvanecidas generadoras de incertidumbres, convicciones erosionadas... Si en años anteriores la fe se ha mantenido con firmeza, en la vejez puede mostrar muescas producidas por los golpes del maligno. La consecuencia es frecuentemente una actitud de apatía frente a todo, con el consiguiente empobrecimiento espiritual.

Permisividad desmedida


La tolerancia es una virtud. La permisividad excesiva es un defecto que puede tener efectos graves. Cuando ya era viejo, demasiado tarde, el sacerdote Elí aprendió la lección. Incapaz de reprender seriamente, con toda autoridad, a sus hijos, les amonestó con tal suavidad que sus palabras no tuvieron ningún efecto. La vida escandalosa de sus vástagos sembró un pésimo ejemplo en Israel y acarreó el juicio de Dios. La vida del anciano y de sus hijos acabó en tragedia (1 S. 2:12-171 S. 2:27-361 S. 4:14-18).

Exceso de amor propio


No es raro ver ancianos tan celosos de su capacidad y reputación que se sienten hondamente heridos cuando ven que otros más jóvenes ocupan un lugar que, a su modo de ver, les correspondería a ellos. No hay nada más peligroso que el sentimiento de orgullo herido. Fácilmente genera envidia e inquina. Es patética la historia del anciano profeta de Betel narrada en el libro primero de los Reyes (1 R. 13:11-30). Léase el texto bíblico, pues cualquier comentario lo empobrecería. La actuación del anciano no pudo ser más reprobable. La horrible mancha que cayó sobre su ministerio no podría ser borrada, a pesar de su lúgubre lamentación y de lo encargado a sus hijos para el día en que muriera (1 R. 13:26-32). Quedaría en el relato bíblico a modo de luz roja para prevenir contra una de las posibles debilidades de la senectud.

Abandono de los principios básicos


El ejemplo más estridente lo hallamos en Salomón, el rey no siempre sabio. «Y cuando Salomón era ya viejo, sus mujeres inclinaron su corazón tras dioses ajenos...» (1 R. 11:4). Ya había sido un mal que se casara con mujeres paganas. Pero el mal se agravó cuando, nublada su visión espiritual y debilitado con los años su carácter, cedió a las presiones de ellas y abrió la puerta a los cultos más abominables. Es triste que una vida ejemplar durante muchos años se tiña en su ocaso de error y pecado al perder de vista la voluntad de Dios.

Temor


A medida que avanza en años, el anciano suele pensar en los problemas que de modo natural se le plantearán: agotamiento de las fuerzas que ya han empezado a disminuir, posible falta de asistencia en una situación de soledad, deterioro grave de las facultades mentales... El creyente puede temer que en su ancianidad llegue a caer en los defectos y torpezas antes expuestos. ¿Pueden superarse esos miedos? El salmista, al parecer, compartió esa inquietud y clamó: «Señor, no me deseches en el tiempo de la vejez; cuando mi fuerza se acabe, no me desampares» (Sal. 71:9). La respuesta a esa súplica, dada por Dios a través de Isaías, no puede ser más tranquilizadora: «Hasta vuestra vejez yo seré el mismo, y hasta vuestras canas os sostendré. Yo, el que hice, yo os llevaré, os sostendré y os guardaré.» (Is. 46:4).

Conclusión


Que nuestra ancianidad irradie luz o que se vea envuelta en sombras depende en último término de nuestra relación con Dios, de la autenticidad de nuestra fe. Sin embargo, damos gracias a Dios porque El puede seguir usando a los ancianos no sólo a pesar de su vejez, sino a través de ella. Esto es así porque el poder del Señor se hace perfecto en nuestras debilidades. Por la fe viva en él, el anciano experimenta que el hombre interior se renueva de día en día, aguardando que El cumpla su propósito para cada día de su vida.

José M. Martínez

Usado con permiso de su autor.

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jueves, 8 de marzo de 2018

Como superar problemas en la práctica de la oración.


«Mi problema es empezar a orar»


«No tengo nunca ganas de orar, no me apetece». «Yo quisiera orar, pero no puedo». «Siento una pereza intensa, es un sentimiento de reticencia, casi como de rebeldía. Cuando pienso que he de orar se me hace una montaña y lo voy posponiendo. Encuentro tiempo para todo, para leer el periódico, para ver la televisión, para trabajar, incluso para leer la Biblia o para hacer estudios bíblicos, pero orar se me hace cuesta arriba».

En un sentido amplio este problema es común a todo creyente. Hay un componente de lucha por la tensión entre nuestra naturaleza espiritual y el viejo hombre. La oración es uno de los principales campos de batalla en el que se desarrolla la lucha de Romanos 7:19: «El bien que quiero no lo alcanzo, y el mal que no quiero, esto hago». El diablo sabe que la oración es una de las estrategias clave del creyente, su hálito vital. No deben sorprendernos sus esfuerzos ímprobos por boicotear esta actividad. C.S. Lewis, en su libro Cartas a un diablo novato, ha descrito magistralmente este interés del maligno por desbaratar la vida de oración del cristiano: «Lo mejor, siempre que sea posible, es alejar por completo al paciente (el creyente) de toda intención seria de orar... persuadirle a una oración enteramente espontánea, interior, informal y sin regularidad»(1). Ello explica que muchos de nosotros sintamos, con frecuencia, como una fuerza misteriosa que nos arrastra a no orar. Recordemos las realidades de Efesios 6:12: nuestra lucha tiene que ver con poderes invisibles. Hay, por tanto, en último término, una razón espiritual detrás de la dificultad para empezar a orar: el pecado, nuestra naturaleza caída. La liberación definitiva y total de estas ataduras sólo ocurrirá cuando, disfrutando de un cuerpo transfigurado, no quede ningún vestigio del estado pasado, el pecado.

Hay también causas psicológicas que nos ayudan a entender este problema.

Ciertos tipos de temperamento, por ejemplo los extravertidos, tienen una dificultad especial para ponerse a orar porque para ellos la oración supone un cambio total de atmósfera. Han de conseguir un ambiente que no les es natural: el recogimiento interior, una relación íntima, el expresar sentimientos. Todo ello hace que estas personas necesiten estímulos externos adecuados para la oración formal.

Asimismo la personalidad influye a la hora de ponerse a orar. Vemos esta dificultad más acentuada en dos situaciones:
  • Personalidades perfeccionistas. El perfeccionista tiene una tendencia natural a posponer las cosas. Quiere hacerlo todo tan bien que le cuesta empezar. Sólo cuando ya no hay más remedio encuentra la tensión psíquica necesaria para iniciar su tarea. Espiritualmente su nivel de auto exigencia es tan alto que, para él, nunca es el momento adecuado para orar. Así lo va retrasando hasta conseguir el marco idóneo para una oración excelente, lo cual obviamente casi nunca llega. Sin embargo, cuando logra estos momentos especiales puede orar largamente e incluso le cuesta terminar!
  • Personalidades depresivas. Estas personas tienen notables dificultades con cualquier comienzo. Al depresivo le cuesta empezarlo todo. Desde que se despierta hasta que se acuesta, su vida es un batallar continuo contra los inicios. Son como los coches de motor frío; su problema es arrancar.
A veces la dificultad para iniciar la oración tiene raíces muy profundas. Además de la tendencia a posponer ya descrita, el creyente siente algo más intenso, casi como una rebeldía inexplicable. Es una resistencia para la que no encuentra causa lógica. La persona, por lo demás viva espiritualmente, quiere orar, tiene el deseo. La palabra «profunda» nos ayuda a entender este fenómeno que está arraigado en su biografía. Se trata de una reacción contra el deber, contra cualquier tarea que él sienta como una obligación. Un repaso cuidadoso de su infancia suele mostrar una educación rígida, severa, con obligaciones constantes y niveles de expectativa muy altos por parte de los padres. Luego, en la edad adulta, se produce el efecto contrario. Necesita sentirse libre, sin obligaciones, el extremo opuesto de lo que había vivido de niño. Es lo que Paul Tournier llama «la venganza de la naturaleza». Hay una verdadera alergia a cualquier tipo de obligación. Sólo pensar que «he de..., tengo que hacer algo», ya le produce una reacción negativa. Una forma de aliviar este problema es ayudarle a descubrir la oración como un placer y no tanto como un deber.

En ocasiones la situación se complica todavía más cuando ha habido problemas psicológicos en la relación con el padre. La rebeldía, consciente o inconsciente, contra el padre puede dificultar seriamente la fe en general y la vida de oración en particular. Esto es así porque no podemos desligar del todo los conceptos de Padre celestial y padre terrenal. En la medida en que estos creyentes maduran en su conocimiento de Dios, tales problemas se van aliviando, pero al principio de su vida cristiana pueden encontrar muchos paralelos entre la figura de su padre y la de Dios. Si la rebeldía o la frustración caracterizaron la relación con nuestros padres, será fácil desplazar parte de estos sentimientos hacia Dios. De ahí la necesidad de conocer bien el carácter de Dios mediante el estudio de la Biblia porque nos da una base objetiva y nos evita hacernos un concepto de Dios a nuestra imagen y semejanza. En especial, recomendamos el estudio de la figura de Jesús, quien es la «imagen del Dios invisible», como la mejor manera de evitar proyecciones psicológicas, es decir de mezclar nuestros sentimientos y reacciones hacia nuestros padres y hacia Dios.

Será necesario, por tanto, aclarar conceptos en colaboración con un consejero competente. El resentimiento contra los padres puede bloquear nuestra relación con Dios; por ello debemos eliminar todo vestigio de rencor u odio. Es aquí donde el Evangelio tiene un extraordinario valor terapéutico porque es un mensaje de perdón. Y el perdón es el bálsamo que puede cicatrizar las heridas más profundas. No puedes ser cristiano y seguir odiando a tus padres. Si has sido perdonado por Cristo, debes perdonar tú también, tal como nos enseña la oración modelo, el Padrenuestro. El perdón, la paz y la reconciliación no son sólo lecciones teóricas de la doctrina cristiana, sino ingredientes imprescindibles en nuestra conducta como discípulos.

Incidentalmente podemos decir que ahí radica una explicación, por lo menos en parte, de algunos casos de ateísmo. Cuanto más visceral y furibundo sea el ateísmo, tantas más posibilidades de que tenga raíces psicológicas, entroncadas en la biografía de la persona. Desde luego, estos condicionantes emocionales no le eximen de responsabilidad en su rechazo de Dios, pero a nosotros nos ayudan a entender su problemática y, por consiguiente, a encontrar puertas de entrada para una evangelización eficaz y personal.

¿Qué recomendaciones prácticas podemos dar para empezar a orar?

En primer lugar, nunca esperes a tener ganas o a encontrar el momento perfecto. De lo contrario, te pasarás semanas o meses sin una sola palabra de oración. La calidad de la oración no depende tanto de nosotros como de los méritos de Cristo. Con esta idea en mente, al planear tu tiempo de oración no te pongas metas altas: empieza por lo poco y lo sencillo. Es mejor orar cinco minutos cada día que una hora cada tres meses. Cuanto más altas sean las metas que te pongas, tantas más posibilidades de fracasar. Para el Señor es más importante «ser fiel en lo poco» (Mt. 25:21) que teorizar sobre grandes proyectos.

En segundo lugar, busca estímulos adecuados que te faciliten el comienzo de la oración. Veamos algunos ejemplos: a la persona depresiva le va a ser muy útil orar acompañado. La soledad es un enemigo de su carácter: «si alguien está conmigo no me cuesta; en la iglesia, en campamentos, puedo orar con mucha más facilidad». Desde luego, ello no siempre será posible, pero con frecuencia la compañía de un hermano puede ser de gran ayuda para ponerse a orar.

En otras ocasiones el escuchar música cristiana (himnos, coros, canciones, etc.) va a ser un gran estímulo. Muchos creyentes encuentran en la música un motivo de inspiración notable para su vida devocional. De hecho, el cantar es ya una forma de oración. No olvidemos que este era precisamente el propósito original de muchos salmos: oraciones para ser cantadas por el pueblo judío.

A veces podemos recurrir a las oraciones de otras personas, oraciones escritas por grandes siervos de Dios. El diario devocional de hombres como Lutero, Wesley, Bunyan, Tozer, y otros contiene oraciones que podemos hacer nuestras y de las que obtenemos la inspiración necesaria para entrar en la presencia de Dios. Obviamente, no debemos olvidar la más importante de las ayudas: la meditación en la Palabra de Dios.

Otra sugerencia: intenta escribir tus oraciones. Un ejercicio práctico que recomiendo porque a mí mismo me ha hecho mucho bien es el siguiente: anota dos cosas buenas que te hayan ocurrido durante el día; puede ser una conversación, una noticia, un encuentro con alguien, alguna experiencia agradable, cualquier aspecto que tú hayas vivido como una bendición y que te ha hecho bien. Luego, haz lo mismo con dos motivos de preocupación o ansiedad: un problema, una carga, un disgusto etc. Ahora estás en condiciones de ponerte a orar brevemente. Primero, dale gracias a Dios y gózate por las dos bendiciones del día. Después, preséntale tus preocupaciones, descargando sobre él la ansiedad que te causan: «echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros» (1 P. 5:7). Este ejercicio puede durar desde cinco minutos hasta todo el tiempo que tú quieras, es muy flexible. Lo importante es tener una base sobre la cual dirigirse a Dios porque ello te estimula a iniciar la oración. Si lo haces con regularidad, descubrirás que en un año has alabado al Señor por cientos de bendiciones y habrás desarrollado el hábito vital de descansar en el Todopoderoso en multitud de problemas.

Lutero se preguntaba: «¿Qué es la fe sino pura oración?»(2). De ahí la importancia de cultivar este hálito vital del creyente. Ponerse a orar es el paso más difícil de todos. La batalla aquí librada será decisiva para muchas victorias o derrotas posteriores.

Pablo Martinez Vila


Notas

(1) C.S. Lewis, Cartas a un diablo novato, Casa Unida de Publicaciones, 1953, p.25. volver
(2) Citado por José M. Martínez, Abba Padre, Editorial CLIE / Publicaciones Andamio, 1990, p.15 volver
Texto adaptado por el propio autor de su libro Psicología de la oración

Usado con permiso de Pablo Martínez Vila

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