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Aceptando los "aguijones" de la vida. ( III-b)
La adaptación a la pérdida de la autonomía
La relación de David con Jonatán es un ejemplo de este prinicipio. En su larga lucha contra el aguijón que significaba la persecución a muerte de Saul, David establece con Jonatán, su amigo del alma, un vínculo de confianza tan fuerte que llega a decir en aquella hermosa elegía (canción) póstuma: «Más dulce me fue tu amor que el de las mujeres». Y en otro texto leemos: «...el alma de Jonatán quedó ligada con la de David, y lo amó Jonatán como a sí mismo» (1 S. 18:1-3). Humanamente la vida de David dependió en muchas ocasiones de la ayuda y la información de Jonatán. Fue la clave que le permitió huir –adaptarse- durante tantos años de desierto absurdo. Sí, esta es la forma de actuar de Dios; Él raramente nos deja solos ante el aguijón. Dios suele proveer de un Jonatán que nos ayuda decisivamente en nuestra lucha. ¡Qué gran privilegio!
Pablo también tuvo que aprender este aspecto. Unas veces era por su dolencia en los ojos que le hacía depender de otras personas a la hora de escribir, tal como se nos relata en Gá. 6:11. Otras veces por sus experiencias de encarcelamiento, la expresión máxima de pérdida de autonomía y de libertad, como cuando escribe esta carta a los filipenses desde la cárcel de Roma. Ello le hizo dependiente de algunos colaboradores escogidos, personas de su confianza como Timoteo y Epafrodito entre otros, con los que llegó a tener este tipo de relación tan singular que antes hemos descrito. Es admirable comprobar los sentimientos de Pablo hacia Epafrodito en el pasaje de Fil. 2:25-30. Intenta descubrir quiénes son tu Jonatán o tu Epafrodito en tu lucha contra el aguijón. Ésta es una de las experiencias más enriquecedoras de una vida.
Alguien podría objetar que las aflicciones en la vida del apóstol fueron algo voluntario, fruto de una decisión -la conversión- que él tomo libremente, mientras que los aguijones de la vida, por lo general, nos vienen sin buscarlos ni desearlos. ¿Qué diremos a ello? Si, es cierto que algunos -no todos- de los aguijones de Pablo fueron consecuencia directa de su obediencia a Cristo. El «discípulo no es mayor que su señor» y, por ello, la vida cristiana está llena de experiencias duras que uno se habría ahorrado de no haber optado por el camino "estrecho". Como alguien ha dicho, la salvación es gratuita, pero en el discipulado no hay rebajas. Ello nos introduce en un tema fecundo: el aguijón por causa del nombre de Cristo, los sufrimientos y la persecución a causa de la fe. Por ello debemos concluir esta serie de tres artículos con el ejemplo de Jesús quien sufrió el mayor aguijón precisamente por su obediencia al Padre.
Cristo, modelo supremo de aceptación ante el mayor aguijón.
Hasta ahora hemos considerado la experiencia del apóstol Pablo. Hay, sin embargo, otro ejemplo que para nosotros constituye el modelo supremo de aceptación: Cristo ante el aguijón del pecado y de la muerte en la cruz. ¿Puede haber una experiencia más traumática tanto física como moralmente? En la cruz, Cristo experimentó una de las muertes más sádicas desde el punto de vista físico(1) y, sobre todo, la mayor injusticia y el mayor dolor moral que jamás hombre alguno haya sufrido. No debe ser casualidad que una de las escasas ocasiones en que aparece la palabra aguijón en el NT. se refiera precisamente a la muerte y al pecado (1 Co. 15:55-56). Cristo tenía que pasar por el mayor de los aguijones –experimentar la muerte y el peso del pecado- precisamente para librarnos a nosotros de su veneno mortal.
Nuestras experiencias de dolor pueden ser muy duras y difíciles de sobrellevar, pero quedan relativizadas ante el aguijón por excelencia que fue la cruz. Ningún aguijón humano puede ser mayor que éste: «Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. El castigo de nuestra paz fue sobre él y por su llaga fuimos nosotros curados». Este vívido pasaje profético de Is. 53 nos presenta a Jesús como un experto en el sufrimiento, "doctorado en aguijones": «despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores y experimentado en quebrantos...» (Is. 53:3). Todo ello porque Dios «cargó en él el pecado de todos nosotros» (Is. 53:6). Una lectura detenida de este capítulo nos ofrece una impresionante descripción del sufrimiento por amor. Es ahí donde empezamos a vislumbrar los poderosos rayos de luz que el Evangelio arroja sobre el misterio del sufrimiento injusto. Personalmente se me hace difícil leer este pasaje sin emocionarme.
En aquella noche oscura de angustia, vemos al Señor en Getsemaní ante el aguijón de su muerte atroz siguiendo los mismos pasos que hemos visto en el apóstol Pablo:
- «Padre, si es posible, pase esta copa de mí». Lucha por eliminar el aguijón. Como hombre, Jesús tiene la misma reacción que cualquiera de nosotros: procura evitar aquel trauma, busca cambiar las cosas. Es la fase legítima y natural de lucha.
- «Con gran clamor y lágrimas». Oración ferviente al Padre. El autor de hebreos nos describe con gran realismo, casi de forma cruda, la intensidad emocional de la lucha en oración de Jesús con el Padre: «Y Cristo, en los días de su carne, ofreciendo ruegos y súplicas con gran clamor y lágrimas al que le podía librar de la muerte, fue oído a causa de su temor reverente.». (Heb. 5:7). Por el relato de los Evangelios sabemos que «se angustió en gran manera» y «estando en agonía oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra» (Lc. 22:44). Y en Mateo se lee: «mi alma está muy triste hasta la muerte» (Mt. 26:38).
- «Mas no se haga mi voluntad, sino la tuya». Una disposición plena a la obediencia: «pero no sea como yo quiero, sino como tú» (Mt. 26:39). El sometimiento de Cristo a la voluntad del Padre era completo, ya desde el comienzo mismo de su vida en la tierra. El cántico de Filipenses 2 nos lo describe con estas palabras: «...se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil. 2:8).
La lucha por cambiar las cosas y la oración ferviente al respecto siempre deben venir enmarcadas por la sumisión a la voluntad de Dios, aunque nos parezca misteriosa y oscura. A primera vista nos sorprende la afirmación de que Jesús «fue oído a causa de su temor reverente» (Heb. 5:7). ¿En qué sentido fue oído? Dios no le libró de la muerte. Cristo tuvo que pasar por el trago amargo de la cruz. Desde nuestra perspectiva humana, ser oído por el Padre debería implicar una respuesta afirmativa a su petición, es decir librarle de la copa de la muerte. Pero sabemos que esto no fue así. Dios le oyó en el sentido de que envió un ángel del cielo para fortalecerle. Es muy evidente en el texto de Lucas la relación causa efecto entre la petición de Jesús «Padre, si quieres, pasa de mí esta copa» (Lc. 22:42) y la respuesta inmediata del Padre: «Se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle» (Lc. 22:43). Gran lección para nosotros: Dios no siempre nos va a librar del aguijón, pero siempre nos dará los recursos necesarios para luchar contra él.
Concluimos. Cristo sufrió y superó de forma admirable el más grande aguijón. Por ello «no tenemos un sumo sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades» (Heb. 4:15). Cristo nos ayuda en nuestros aguijones de dos grandes maneras: por un lado, porque nos da un ejemplo supremo, es nuestro modelo a seguir. Pero también, y sobre todo, porque su gracia sobrenatural nos fortalece en nuestra debilidad. Cristo, a diferencia de un gran maestro humano, como podría ser Gandhi, nos proporciona la fuerza que nos hace exclamar con Pablo «todo lo puedo en Cristo que me fortalece». Dependemos de Cristo porque su gracia se hace perfecta en nuestra debilidad.
Notas
(1) La muerte de un crucificado era lenta, duraba hasta 18-20 horas, y se consideraba la forma más atroz de ejecución en el Imperio Romano.
Pablo Martínez Vila
Copyright © 2006 - Pablo Martínez Vila
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