Familia y Relaciones Personales
Bases para una familia sana (II)
En la primera parte de este tema, considerábamos la familia de Rut y Noemí en la Biblia como un modelo realista de familia, lejos de los ideales inalcanzables que a veces se nos proponen de forma triunfalista. Vimos cómo la capacidad para sobreponerse a las pruebas –saber sufrir- constituye la primera evidencia de salud y fortaleza de la vida familiar. Vamos a analizar ahora el segundo ingrediente de una familia sana.
2. Sabe expresar amor: Capacidad de amar
El segundo indicador de salud en la familia de Noemí fue su capacidad para demostrar amor. En la familia sana los miembros han aprendido a darse este amor los unos a los otros. Enfatizamos la palabra «expresar» o «demostrar» porque ahí radica la clave: no basta con amar a alguien; hay que hacerle llegar este amor, transmitirlo. En realidad, en la inmensa mayoría de familias existe amor. Es difícil encontrar, por ejemplo, unos padres que no amen a sus hijos. Parece, por tanto, un principio muy elemental. Sin embargo, son innumerables los adultos que tienen problemas emocionales porque en su infancia no sintieron el amor de sus padres. Sin duda que éstos les amaron, pero fueron incapaces de transmitirles adecuadamente este amor.
La pregunta lógica es entonces: ¿Cómo transmitir el amor dentro de la familia? En el libro de Rut descubrimos algunas formas prácticas. En concreto vemos tres maneras que constituyen algo así como la espina dorsal del amor.
A) Con las actitudes
En primer lugar, el amor práctico se manifiesta a través de actitudes. Es la expresión no verbal del amor. Está muy relacionada con nuestra forma de ser. No consiste tanto en lo que hacemos –las obras del amor-, sino en cómo somos. Nuestro carácter destila actitudes que pueden ser de amor, de hostilidad o de indiferencia. Las actitudes son el espejo profundo de nuestro carácter y revelan, sin disimulo, el contenido de nuestro corazón. Decía el apóstol Pablo que «somos cartas vivas» en las cuales los demás están siempre leyendo. Es por nuestra forma de ser que podemos «honrar a padre y madre», al cónyuge o a los hijos.
En el libro de Rut encontramos varios ejemplos de actitudes que son expresión de amor y que, a su vez, alimentan el amor en un «feed-back» admirable. En realidad, estas actitudes forman un todo inseparable, como un racimo. Son interdependientes y la una lleva a la otra. Destacamos tres por su trascendencia sobre la estabilidad familiar y porque, a nuestro juicio, son las más necesarias en las familias hoy.
La fidelidad. El compromiso, plasmado en aquella memorable afirmación de Rut que ha pasado a la Historia como una de las mayores declaraciones de amor familiar: «No me ruegues que te deje y me aparte de ti; porque a dondequiera que tú fueres, iré yo, y dondequiera que vivieres, viviré. Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios mi Dios» (Rt. 1:16). ¿Puede haber una mejor demostración de amor que esta fidelidad incondicional? Ahí está la mejor terapia contra la ansiedad y la inseguridad de tantos esposos o esposas que viven atrapados en la incertidumbre del futuro de su relación conyugal. Hoy la fidelidad matrimonial, en especial la idea del matrimonio para toda la vida, «hasta que la muerte nos separe» es objeto no sólo de rechazo, sino incluso de burla. Se prefiere la «monogamia consecutiva» (en expresión de un famoso político español). Desgarradoras y significativas son las declaraciones de una conocida actriz francesa: «Ya no sé qué hay que hacer para lograr mantener a tu lado al hombre que amas». Algo funciona mal en nuestra sociedad cuando el más básico de los pactos, el pacto matrimonial, se toma tan a la ligera. Una sociedad no puede funcionar bien cuando sus miembros no tienen una mínima voluntad de cumplir pactos y promesas.
La confianza. Es consecuencia de la anterior: cuando hay fidelidad, las relaciones familiares se caracterizan por una confianza recíproca profunda. No hay nada que temer, no hay motivos para la inseguridad. Había una confianza admirable entre Noemí y Rut, entre Rut y Booz y entre Noemí y Booz. Todos ellos podían confiar entre sí porque habían aprendido a confiar en Dios: el manantial que alimenta la confianza entre los hombres es, sin duda, la confianza en un Dios que dirige nuestras vidas. Cuán iluminadoras son al respecto las palabras de Booz a Rut: «He sabido todo lo que has hecho con tu suegra... Jehová recompense tu obra, el Dios de Israel bajo cuyas alas has venido a refugiarte» (Rt. 2:11-12).
¡Qué contraste más triste con la situación de muchas familias hoy! La confianza ha sido sustituida por los celos, a veces tan fuertes que son una de las causas principales de violencia doméstica. La desconfianza mutua es lo que lleva a muchos cónyuges a serios problemas en su relación. En casos extremos se llega a contratar a un detective para espiar y controlar los movimientos del cónyuge. Los celos no son expresión de amor, sino todo lo contrario: son expresión de falta de confianza en el cónyuge y también en uno mismo.
La abnegación. Negarse a uno mismo implica pensar en el otro, preocuparse por él, por sus necesidades, por su bienestar. El Señor Jesús nos enseñó muy bien esta idea con la conocida «regla de oro»: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). En realidad la abnegación es algo tan sencillo como «amar a tu prójimo como a ti mismo». El primer lugar, el más natural, para poner en práctica este mandamiento es la familia. ¿Dónde queda mi autoridad moral para darme a los demás si tengo descuidada a mi propia familia? La entrega generosa a mis seres queridos tiene un gran obstáculo: el egoísmo. éste es el peor enemigo de la abnegación. El matrimonio no es apto para egoístas porque el egoísmo apaga poco a poco la llama del amor.
La abnegación es una asignatura de la vida que se aprende ante todo en la familia: el modelo de padre y madre y la educación que ellos nos dan influirá mucho en nuestras relaciones de adultos. Por ejemplo, un hijo consentido tiene muchas posibilidades de ser un gran egoísta, como bien nos indica la Biblia: «El muchacho consentido avergonzará a su madre» (Pr. 29:15).
Es curioso observar cómo el ser humano ha sentido la necesidad de dedicar determinadas fechas del año a recordar y homenajear a los miembros de la familia: el día del padre, el día de la madre, el día de los enamorados, incluso la Navidad se nos presenta como el día de recogimiento familiar por excelencia. No tenemos nada en contra de tales celebraciones, salvo que en la actualidad están fuertemente comercializadas y sujetas a una presión publicitaria excesiva. Pero ¿no es cierto que detrás de la necesidad de estas fiestas se pueden esconder sentimientos de culpa porque durante el resto del año hemos sido egoístas? No hemos tenido las expresiones de amor adecuadas dentro de la familia. La entrega de flores, de regalos, las palabras amables, los gestos de cariño o de ternura no deberían quedar relegados sólo a unas fechas concretas. Cada día del año debería ser el día del padre, de la madre o de los enamorados.
B) Con las palabras
En segundo lugar, el amor se transmite con palabras. Es la expresión verbal del amor. No basta con tener actitudes buenas como las descritas. Las palabras son el complemento necesario que viene a aderezar la buena comida que es el amor. «La palabra dicha a su tiempo, ¡cuán buena es!» nos recuerda el autor del libro de Proverbios (Pr. 15:23). O también, «manzana de oro con figuras de plata es la palabra dicha como conviene» (Pr. 25:11).
Para mí, uno de los rasgos más aleccionadores del libro de Rut es la riqueza de los diálogos entre sus personajes. Me fascina observar la dinámica de la comunicación dentro de aquella familia. ¡Cuántas horas habrán pasado Noemí y Rut hablando, escuchándose, consolándose la una a la otra o, simplemente, sufriendo juntas en silencio! La comunicación aparece allí de forma constante y espontánea. ¡Cuán hermosa y aleccionadora la escena cuando Rut llega a casa de Noemí después de espigar todo el día (Rt. 2:19-23) y le cuenta a su suegra con todo detalle sus vivencias del día, con la espontaneidad casi propia de una niña!. Esto ocurría así porque en una familia sana el diálogo surge de forma natural. La comunicación es expresión de salud en la familia y, a su vez, le añade más salud.
Hablar, escuchar, dialogar constituye una de las formas más prácticas de amarnos unos a otros. Por desgracia, el fenómeno inverso también es cierto: la falta de comunicación expresa egoísmo y genera aislamiento y separación dentro de la familia. No es casualidad que una de las causas más frecuentes de ruptura matrimonial sea la falta de diálogo. También ocurre entre padres e hijos. Una familia donde no se habla, donde nadie escucha, donde no hay pequeños espacios de tiempo para el compartir mutuo, es como una planta que poco a poco se va secando. ¡Cuántas familias hoy son como plantas que languidecen por falta de agua, el agua vital de la comunicación! Frases tales como «siempre estás en tu mundo», «cuando te hablo, pareces ausente», «con mis padres no puedo hablar porque no tienen tiempo para escucharme» son quejas frecuentes hoy.
¿Por qué es tan importante la expresión verbal del amor? La respuesta a esta pregunta nos lleva a un aspecto singular de la comunicación humana que no encontramos en los animales. éstos ciertamente se comunican entre sí, sobre todo en ciertas especies; los delfines, por ejemplo, tienen unas formas de comunicarse realmente sorprendentes. También en los pájaros vemos cierto tipo de código acústico o de lenguaje. Pero no es la comunicación humana. ¿En que se distingue la comunicación de un delfín o de un ruiseñor de la comunicación de una esposa con su hijo o con su marido? La singularidad de la comunicación humana viene dada por la capacidad de escuchar. Los animales pueden oír, pero el ser humano es el único capaz de escuchar. El oír es un acto mecánico e involuntario; escuchar, por el contrario, es un acto reflexivo que implica la voluntad, el deseo de hacerlo. Yo no puedo evitar oír, pero sí puedo evitar escuchar. Por ello, en la medida en que escucho a mi prójimo –esposo, hijo, etc.- le estoy expresando interés, dedicación, en una palabra, amor. Esta capacidad de reflexión y de escucha –de escucha reflexiva- única en el ser humano es fruto de la imagen de Dios en nosotros y una de las formas más sublimes de amar.
Quisiera proponer a mis lectores dos recomendaciones prácticas en forma de pequeños hábitos. Su puesta en práctica puede enriquecer la comunicación familiar de manera sorprendente:
1.- En primer lugar, apagar la televisión a la hora de comer. El sencillo acto de tener la televisión apagada durante toda la comida provee un marco precioso e insustituible para el diálogo en familia. La mesa es casi el último reducto de comunicación entre esposos o con los hijos. Los resultados sobre el bienestar familiar pueden ser de verdad sorprendentes.
2.- La segunda recomendación es más para los padres: buscar pequeños fragmentos de tiempo para estar con y por los hijos. Los llamaremos tiempos de dedicación familiar. Son momentos para estar con ellos, hablar, escucharles, averiguar sus necesidades, sus alegrías, sus penas, ponerse en su mundo. Pueden ser suficientes períodos tan cortos como 20 ó 30 minutos tres veces por semana, pero han de ser momentos de dedicación exclusiva. No basta «estar con», hay que «estar por». Esta proximidad emocional de los padres produce cambios notables en el ambiente familiar y en la conducta de los hijos. Además es la mejor manera de prevenir adolescencias tormentosas.
La misma sugerencia podemos aplicar a la relación entre los esposos: estos pequeños oasis de dedicación mutua serán vitales para mantener viva la relación matrimonial. Quienes lo han practicado reconocen, además, que es el mejor antídoto contra la rutina y el aburrimiento, grandes enemigos de la relación conyugal.
Pablo Martínez Vila
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