«La verdad ha muerto, ¡viva mi verdad!»
El subjetivismo y el asalto a la Verdad
Este artículo es una versión ampliada de la introducción a la Declaración del Congreso Mundial de Evangelización, Ciudad de Cabo 2010, realizada por el propio autor. La versión original, más reducida, se publicó en Protestante Digital.
Nuestro concepto de la verdad va a determinar gran parte de nuestra vida. Casi podríamos parafrasear el refrán español y decir: «dime cuál es tu verdad y te diré quién eres». Nos guste o no, la vida que vivimos es en gran parte consecuencia de la verdad que creemos. La respuesta a la célebre pregunta de Pilatos a Jesús «¿qué es la verdad?» (Jn. 18:38) encierra las claves de la vida e incluso de la muerte. No es extraño, entonces, que la gran batalla de las ideas que se libra hoy en el mundo tenga como telón de fondo lo que podemos llamar «la guerra de la verdad». El reconocido historiador francés Jacques Barzun ya advirtió en Del amanecer a la decadencia, su obra más conocida, que «el asalto postmoderno a la idea de la verdad podría levarnos a la liquidación de 500 años de civilización».
La raíz del conflicto no es cultural ni siquiera ideológica, es moral. Lo que se está dilucidando en el fondo no es una nueva filosofía, sino quién tiene la autoridad en mi vida y en el mundo, «¿manda alguien ahí arriba o puedo mandar yo?». En este sentido, un auténtico seísmo ha sacudido los cimientos de la civilización occidental porque en los últimos 30 años el fundamento y la naturaleza de la verdad han cambiado de forma extraordinaria. El cambio se resume en una frase: la verdad ha muerto, viva mi verdad. El auge del subjetivismo y la bancarrota de la verdad como un valor absoluto constituyen el rasgo más descollante de la sociedad del siglo XXI desde el punto de vista ético.
¿Qué ha ocurrido en realidad? Después de más de dos siglos de racionalismo (la glorificación de la razón predicada desde la Ilustración), el golpe de péndulo del post modernismo ha llevado a una sobrevaloración de lo subjetivo que ha pasado a ser la norma suprema de vida y de conducta. Lo que yo pienso y siento, mi opinión, es lo que vale. Antes, la verdad estaba fuera de mí, era un ello; hoy la verdad está dentro de mí, es una extensión de mi «yo». El subjetivismo es un ídolo intocable para muchas personas hoy porque permite entronizar al yo y desbancar a Dios. Mis sentimientos, en especial mi felicidad, tienen primacía sobre la razón. Lo objetivo, lo que se puede medir, tocar y demostrar, ha quedado relegado al campo de la investigación y de las ciencias, pero no importa demasiado en la vida cotidiana.
Esta forma de pensar tiene una consecuencia inevitable: si no hay una sola verdad, sino muchas verdades, entonces mi verdad es tan válida y correcta como la tuya. De esta manera, el concepto de verdad queda reducido a una opinión personal y, por tanto, discutible. La conclusión es clara: no hay una verdad absoluta -la Verdad-, sino muchas verdades relativas. Este fenómeno se puede comprobar hoy perfectamente en las tertulias de radio o televisión donde todos hablan a la vez y nadie escucha a nadie. Es un desorden calculado, deliberado; el galimatías de voces no ocurre por incompetencia del presentador, sino por la filosofía de fondo que predomina en todos los debates, sean públicos o privados: no importa la verdad del tema en cuestión, lo importante son las opiniones personales que son elevadas de forma automática a la categoría de verdad, mi verdad.
Éste, sin embargo, no es el final del camino porque no estamos ante un asunto sólo de ideas, sino de conductas. Como decíamos al principio, el qué creo influye en el cómo vivo. La verdad tiene unas consecuencias éticas: es la guía para discernir entre lo recto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Si la verdad está dentro de mí, entonces no hay una moral objetiva, sino que cada uno se construye su propia guía de conducta. Esta «ética a la carta», a gusto del consumidor, es la consecuencia más dramática de la bancarrota de la verdad. Nadie tiene que enseñarme lo que está bien y lo que está mal porque esto lo sé sólo yo. Además, lo que es bueno para ti puede ser malo para mí o viceversa. Y así vivimos en una época en la que se repite como un calco la descripción del tiempo de los jueces cuando «cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 17:6). La confusión ética y una crisis de valores sin precedentes son la consecuencia natural de eliminar el valor absoluto de la verdad.
Esta corriente de subjetivismo y crisis de la verdad está afectando a la Iglesia de forma perceptible. La erosión de la autoridad de la Palabra de Dios como norma suprema de vida y de conducta es una de sus consecuencias más preocupantes. Para muchos creyentes la Biblia ha dejado de ser normativa para ser sólo orientativa. Según Charles Colson, conocido evangelista y pensador americano, en los años 1960 el 65 por cien de los norteamericanos creía que la Biblia era la verdad. Hoy esta cifra ha bajado al 32 por cien. Y lo que es más significativo, el 70 por cien afirma que no existe tal cosa como la verdad ni los valores morales absolutos. Posiblemente ahí está la raíz de la crisis de secularismo y superficialidad que predomina en muchas iglesias en Occidente, incluida España. Cuando la Verdad se convierte en algo relativo y no absoluto, la Iglesia acaba siendo mundana, es transformada por el mundo en vez de ser ella agente de transformación; la Biblia pasa a ser un libro orientativo, pero no normativo y la gracia de Cristo se convierte en una gracia barata que lo acepta todo y mira hacia otro lado ante aquellas conductas que antes se llamaban pecado y que ahora quedan excusadas por este manto de subjetivismo que lo envuelve todo.
Por esta razón los cristianos debemos recuperar y proclamar con vigor la Verdad de Dios revelada en la Biblia y encarnada en Cristo. Necesitamos coraje para ser heraldos de esta Verdad y coherencia para encarnarla en nuestra propia vida. Sólo así lograremos ser «sal y luz» en un mundo de corrupción y oscuridad. Aquel que dijo «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12) también afirmó de sí mismo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn. 8:32).
La Verdad sigue viva en Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida...» (Jn. 14:6)
Al mostrar la Verdad de Dios al mundo podemos compararla a un diamante que tiene varias caras, cada una de las cuales refleja aspectos preciosos, aunque parciales, del todo:
1. La Verdad es inseparable de la Palabra
Dios ha hablado a lo largo de la Historia «muchas veces y de muchas maneras» (Heb. 1:1) y nos ha revelado la Verdad en las Escrituras. Esta cara del diamante es la que podemos llamar la verdad revelada. Constituye el conjunto de proposiciones que somos llamados a creer. El apóstol Pablo la llama «el buen depósito» (2 Ti. 1:14) o la «sana doctrina» (2 Ti. 4:3; Tit. 1:9). Este cuerpo de doctrinas -creencias- se inicia con la revelación de Dios a los patriarcas, sigue con los profetas y culmina en el NT con la enseñanza de Jesús y los apóstoles. Si bien está expresada de manera perfectamente comprensible -hay un elemento lógico racional incontestable en la verdad revelada-, en último término sólo se puede acceder a ella desde la fe. Son los ojos de la fe los que alumbran nuestro entendimiento (Ef. 1:18) y nos permiten aprehender toda la riqueza de la Verdad de Dios.
2. La Verdad es inseparable de la vida
La verdad de Dios es inseparable de la vida, tiene unas implicaciones morales inevitables para nuestra conducta. La verdad no es sólo algo a creer, sino a practicar. Implica demandas éticas, cambios, un estilo de vida. La segunda cara del diamante es la verdad obedecida. Somos llamados también a vivir la verdad, no sólo a creerla. De hecho, vivir la verdad es la mejor demostración de que la hemos creído. Hemos de creer lo correcto -la sana doctrina-, pero también hemos de vivir rectamente (Heb. 12:14; 1 P. 1:14-16). Creer la verdad de Dios nos da paz y seguridad para el futuro -«Señor, ¿a quién iremos? Tú, tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:68)- pero también debe transformar las vidas aquí y ahora (2 Co. 3:18; Fil. 1:6). La obediencia a la verdad no sólo purifica nuestras almas, sino que nos dispone para el amor fraternal no fingido y para amarnos unos a otros entrañablemente (1 P. 1:22).
La paradoja más extraordinaria es que esta obediencia a la verdad es la fuente por excelencia de libertad: «Conoceréis la Verdad y la verdad os hará libres... Así que si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres» (Jn. 8:32, 36) dijo Jesús de sí mismo. Una vida de auténtica libertad sólo se consigue en Cristo cuya verdad nos libera de toda esclavitud.
3. La Verdad es inseparable de la guía del Espíritu Santo
Hasta aquí hemos considerado los aspectos más directamente relacionados con nuestra responsabilidad, lo que nosotros ponemos de nuestra parte: buscamos entender y aprehender la verdad revelada de Dios y anhelamos obedecerla. Conseguir esto por nosotros mismos no sólo es difícil, es imposible; entender y vivir la Verdad de Dios requiere la capacitación divina. Como dijo alguien: «¡ser cristiano no es difícil, es imposible!». Es imposible si no tenemos los recursos sobrenaturales que vienen de Dios. La capacitación divina es imprescindible para estar a la altura de las demandas éticas de Cristo, entre ellas vivir en la verdad. La verdad es también algo a discernir y, en este sentido, nos referimos a la tercera faceta del diamante como la verdad iluminada. Por esta razón, Dios nos ha provisto de un recurso sobrenatural: la ayuda del Espíritu Santo quien es el que desde el principio «nos convence de pecado de justicia y de juicio» (Jn. 16:8) y nos sigue «guiando a toda la verdad» (Jn. 16:13) en nuestro caminar diario. Dependemos del Espíritu Santo para que nuestras creencias -la verdad revelada- no se queden en algo frío u oxidado por el tiempo, sino que sean regadas con la unción del Espíritu Santo que nos renueva cada día.
4. La Verdad es inseparable del amor
Uno de los mayores peligros del creyente es hablar o vivir la verdad sin amor. Ya el gran teólogo Agustín de Hipona decía: «No se puede acceder a la verdad sino es por el amor (Non intratur ad veritatem nisi caritatem)». Es una tentación tan sutil como frecuente el caer en la arrogancia o la dureza cuando uno está convencido de que tiene la Verdad (con mayúscula). Éste ha sido el error -y el pecado- de muchos llamados cristianos a lo largo de los siglos. La historia de la Iglesia está llena de páginas tristes en las que se intentó imponer la verdad del Evangelio por la fuerza. Ello puede ocurrir tanto a nivel colectivo (iglesia) como en nuestras relaciones personales. Como un pájaro necesita las dos alas para volar, así también la verdad y el amor son inseparables. El amor sin la verdad puede ser una sensación agradable, pero sólo lleva al sentimentalismo y al sincretismo («todo el mundo es bueno», «todos los caminos llevan a Dios»); y la verdad sin amor es áspera y ruda, una conducta desprovista de la mansedumbre que siempre debe caracterizar la defensa de la verdad (1 P. 3:15). El apóstol Pablo dice con énfasis: «Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Ef. 4:15). Ello nos lleva al último y más preciado aspecto de este tesoro: Cristo.
5. La Verdad es inseparable de la persona de Jesucristo
La Verdad es más que una doctrina o una vivencia espiritual-religiosa; es, ante todo, una persona: Cristo. Dios, después de darnos la verdad revelada, «...en estos postreros días, nos ha hablado por el Hijo» (Heb. 1:2). En Cristo culmina la revelación de la verdad hasta el punto que él pronunció las palabras más osadas que nadie haya dicho jamás: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14:6). Cristo viene a ser la verdad encarnada: «Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros... lleno de gracia y de verdad. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Jn. 1:14, 17). Siguiendo con el símil del diamante, Cristo es la parte más preciosa de la verdad divina porque él «es la imagen del Dios invisible» (Col. 1:15) y en él «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9).
El escritor ruso Dostoiewsky dijo con gran lucidez: «Si alguien me demostrara alguna vez que Cristo está fuera de la verdad... entonces yo preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad». La luz que irradia la Verdad no sólo alumbra nuestras tinieblas, sino que nos seduce y nos atrae para compartir toda nuestra vida con Él (Ap. 3:20). Como alguien ha dicho, «un cristiano es una persona que ha quedado prendada y prendida de Jesucristo». Ahí radica el rasgo más distintivo del cristianismo: no es tanto una religión, sino una relación. Por ello, en último término, la verdad no es sólo algo a creer, algo a vivir y algo a discernir, sino sobre todo alguien a quien amar: el Cristo vivo, la Verdad encarnada.
Pablo Martínez Vila
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