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viernes, 13 de abril de 2018

Música Especial De Adoración

Pero Él se levantó,
 Cristo resucitó y la muerte venciste,
 por ti  vivo estoy!
¡Somos libres por la eternidad!

¡Hermosa letra para alabar a Dios y darle gracias siempre!

                                                                     Twice Música

viernes, 6 de abril de 2018

«La verdad ha muerto, ¡viva mi verdad!»

«La verdad ha muerto, ¡viva mi verdad!»

El subjetivismo y el asalto a la Verdad

Este artículo es una versión ampliada de la introducción a la Declaración del Congreso Mundial de Evangelización, Ciudad de Cabo 2010, realizada por el propio autor. La versión original, más reducida, se publicó en Protestante Digital.
Nuestro concepto de la verdad va a determinar gran parte de nuestra vida. Casi podríamos parafrasear el refrán español y decir: «dime cuál es tu verdad y te diré quién eres». Nos guste o no, la vida que vivimos es en gran parte consecuencia de la verdad que creemos. La respuesta a la célebre pregunta de Pilatos a Jesús «¿qué es la verdad?» (Jn. 18:38) encierra las claves de la vida e incluso de la muerte. No es extraño, entonces, que la gran batalla de las ideas que se libra hoy en el mundo tenga como telón de fondo lo que podemos llamar «la guerra de la verdad». El reconocido historiador francés Jacques Barzun ya advirtió en Del amanecer a la decadencia, su obra más conocida, que «el asalto postmoderno a la idea de la verdad podría levarnos a la liquidación de 500 años de civilización».

La raíz del conflicto no es cultural ni siquiera ideológica, es moral. Lo que se está dilucidando en el fondo no es una nueva filosofía, sino quién tiene la autoridad en mi vida y en el mundo, «¿manda alguien ahí arriba o puedo mandar yo?». En este sentido, un auténtico seísmo ha sacudido los cimientos de la civilización occidental porque en los últimos 30 años el fundamento y la naturaleza de la verdad han cambiado de forma extraordinaria. El cambio se resume en una frase: la verdad ha muerto, viva mi verdad. El auge del subjetivismo y la bancarrota de la verdad como un valor absoluto constituyen el rasgo más descollante de la sociedad del siglo XXI desde el punto de vista ético.
¿Qué ha ocurrido en realidad? Después de más de dos siglos de racionalismo (la glorificación de la razón predicada desde la Ilustración), el golpe de péndulo del post modernismo ha llevado a una sobrevaloración de lo subjetivo que ha pasado a ser la norma suprema de vida y de conducta. Lo que yo pienso y siento, mi opinión, es lo que vale. Antes, la verdad estaba fuera de mí, era un ello; hoy la verdad está dentro de mí, es una extensión de mi «yo». El subjetivismo es un ídolo intocable para muchas personas hoy porque permite entronizar al yo y desbancar a Dios. Mis sentimientos, en especial mi felicidad, tienen primacía sobre la razón. Lo objetivo, lo que se puede medir, tocar y demostrar, ha quedado relegado al campo de la investigación y de las ciencias, pero no importa demasiado en la vida cotidiana.

Esta forma de pensar tiene una consecuencia inevitable: si no hay una sola verdad, sino muchas verdades, entonces mi verdad es tan válida y correcta como la tuya. De esta manera, el concepto de verdad queda reducido a una opinión personal y, por tanto, discutible. La conclusión es clara: no hay una verdad absoluta -la Verdad-, sino muchas verdades relativas. Este fenómeno se puede comprobar hoy perfectamente en las tertulias de radio o televisión donde todos hablan a la vez y nadie escucha a nadie. Es un desorden calculado, deliberado; el galimatías de voces no ocurre por incompetencia del presentador, sino por la filosofía de fondo que predomina en todos los debates, sean públicos o privados: no importa la verdad del tema en cuestión, lo importante son las opiniones personales que son elevadas de forma automática a la categoría de verdad, mi verdad.

Éste, sin embargo, no es el final del camino porque no estamos ante un asunto sólo de ideas, sino de conductas. Como decíamos al principio, el qué creo influye en el cómo vivo. La verdad tiene unas consecuencias éticas: es la guía para discernir entre lo recto y lo incorrecto, lo bueno y lo malo, lo justo y lo injusto. Si la verdad está dentro de mí, entonces no hay una moral objetiva, sino que cada uno se construye su propia guía de conducta. Esta «ética a la carta», a gusto del consumidor, es la consecuencia más dramática de la bancarrota de la verdad. Nadie tiene que enseñarme lo que está bien y lo que está mal porque esto lo sé sólo yo. Además, lo que es bueno para ti puede ser malo para mí o viceversa. Y así vivimos en una época en la que se repite como un calco la descripción del tiempo de los jueces cuando «cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 17:6). La confusión ética y una crisis de valores sin precedentes son la consecuencia natural de eliminar el valor absoluto de la verdad.

Esta corriente de subjetivismo y crisis de la verdad está afectando a la Iglesia de forma perceptible. La erosión de la autoridad de la Palabra de Dios como norma suprema de vida y de conducta es una de sus consecuencias más preocupantes. Para muchos creyentes la Biblia ha dejado de ser normativa para ser sólo orientativa. Según Charles Colson, conocido evangelista y pensador americano, en los años 1960 el 65 por cien de los norteamericanos creía que la Biblia era la verdad. Hoy esta cifra ha bajado al 32 por cien. Y lo que es más significativo, el 70 por cien afirma que no existe tal cosa como la verdad ni los valores morales absolutos. Posiblemente ahí está la raíz de la crisis de secularismo y superficialidad que predomina en muchas iglesias en Occidente, incluida España. Cuando la Verdad se convierte en algo relativo y no absoluto, la Iglesia acaba siendo mundana, es transformada por el mundo en vez de ser ella agente de transformación; la Biblia pasa a ser un libro orientativo, pero no normativo y la gracia de Cristo se convierte en una gracia barata que lo acepta todo y mira hacia otro lado ante aquellas conductas que antes se llamaban pecado y que ahora quedan excusadas por este manto de subjetivismo que lo envuelve todo.

Por esta razón los cristianos debemos recuperar y proclamar con vigor la Verdad de Dios revelada en la Biblia y encarnada en Cristo. Necesitamos coraje para ser heraldos de esta Verdad y coherencia para encarnarla en nuestra propia vida. Sólo así lograremos ser «sal y luz» en un mundo de corrupción y oscuridad. Aquel que dijo «Yo soy la luz del mundo» (Jn. 8:12) también afirmó de sí mismo: «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (Jn. 8:32).

La Verdad sigue viva en Cristo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida...» (Jn. 14:6)


Al mostrar la Verdad de Dios al mundo podemos compararla a un diamante que tiene varias caras, cada una de las cuales refleja aspectos preciosos, aunque parciales, del todo:

1. La Verdad es inseparable de la Palabra


Dios ha hablado a lo largo de la Historia «muchas veces y de muchas maneras» (Heb. 1:1) y nos ha revelado la Verdad en las Escrituras. Esta cara del diamante es la que podemos llamar la verdad revelada. Constituye el conjunto de proposiciones que somos llamados a creer. El apóstol Pablo la llama «el buen depósito» (2 Ti. 1:14) o la «sana doctrina» (2 Ti. 4:3Tit. 1:9). Este cuerpo de doctrinas -creencias- se inicia con la revelación de Dios a los patriarcas, sigue con los profetas y culmina en el NT con la enseñanza de Jesús y los apóstoles. Si bien está expresada de manera perfectamente comprensible -hay un elemento lógico racional incontestable en la verdad revelada-, en último término sólo se puede acceder a ella desde la fe. Son los ojos de la fe los que alumbran nuestro entendimiento (Ef. 1:18) y nos permiten aprehender toda la riqueza de la Verdad de Dios.

2. La Verdad es inseparable de la vida


La verdad de Dios es inseparable de la vida, tiene unas implicaciones morales inevitables para nuestra conducta. La verdad no es sólo algo a creer, sino a practicar. Implica demandas éticas, cambios, un estilo de vida. La segunda cara del diamante es la verdad obedecida. Somos llamados también a vivir la verdad, no sólo a creerla. De hecho, vivir la verdad es la mejor demostración de que la hemos creído. Hemos de creer lo correcto -la sana doctrina-, pero también hemos de vivir rectamente (Heb. 12:141 P. 1:14-16). Creer la verdad de Dios nos da paz y seguridad para el futuro -«Señor, ¿a quién iremos? Tú, tienes palabras de vida eterna» (Jn. 6:68)- pero también debe transformar las vidas aquí y ahora (2 Co. 3:18Fil. 1:6). La obediencia a la verdad no sólo purifica nuestras almas, sino que nos dispone para el amor fraternal no fingido y para amarnos unos a otros entrañablemente (1 P. 1:22).

La paradoja más extraordinaria es que esta obediencia a la verdad es la fuente por excelencia de libertad: «Conoceréis la Verdad y la verdad os hará libres... Así que si el Hijo os libertare seréis verdaderamente libres» (Jn. 8:32, 36) dijo Jesús de sí mismo. Una vida de auténtica libertad sólo se consigue en Cristo cuya verdad nos libera de toda esclavitud.

3. La Verdad es inseparable de la guía del Espíritu Santo


Hasta aquí hemos considerado los aspectos más directamente relacionados con nuestra responsabilidad, lo que nosotros ponemos de nuestra parte: buscamos entender y aprehender la verdad revelada de Dios y anhelamos obedecerla. Conseguir esto por nosotros mismos no sólo es difícil, es imposible; entender y vivir la Verdad de Dios requiere la capacitación divina. Como dijo alguien: «¡ser cristiano no es difícil, es imposible!». Es imposible si no tenemos los recursos sobrenaturales que vienen de Dios. La capacitación divina es imprescindible para estar a la altura de las demandas éticas de Cristo, entre ellas vivir en la verdad. La verdad es también algo a discernir y, en este sentido, nos referimos a la tercera faceta del diamante como la verdad iluminada. Por esta razón, Dios nos ha provisto de un recurso sobrenatural: la ayuda del Espíritu Santo quien es el que desde el principio «nos convence de pecado de justicia y de juicio» (Jn. 16:8) y nos sigue «guiando a toda la verdad» (Jn. 16:13) en nuestro caminar diario. Dependemos del Espíritu Santo para que nuestras creencias -la verdad revelada- no se queden en algo frío u oxidado por el tiempo, sino que sean regadas con la unción del Espíritu Santo que nos renueva cada día.

4. La Verdad es inseparable del amor


Uno de los mayores peligros del creyente es hablar o vivir la verdad sin amor. Ya el gran teólogo Agustín de Hipona decía: «No se puede acceder a la verdad sino es por el amor (Non intratur ad veritatem nisi caritatem)». Es una tentación tan sutil como frecuente el caer en la arrogancia o la dureza cuando uno está convencido de que tiene la Verdad (con mayúscula). Éste ha sido el error -y el pecado- de muchos llamados cristianos a lo largo de los siglos. La historia de la Iglesia está llena de páginas tristes en las que se intentó imponer la verdad del Evangelio por la fuerza. Ello puede ocurrir tanto a nivel colectivo (iglesia) como en nuestras relaciones personales. Como un pájaro necesita las dos alas para volar, así también la verdad y el amor son inseparables. El amor sin la verdad puede ser una sensación agradable, pero sólo lleva al sentimentalismo y al sincretismo («todo el mundo es bueno», «todos los caminos llevan a Dios»); y la verdad sin amor es áspera y ruda, una conducta desprovista de la mansedumbre que siempre debe caracterizar la defensa de la verdad (1 P. 3:15). El apóstol Pablo dice con énfasis: «Siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza, esto es, Cristo» (Ef. 4:15). Ello nos lleva al último y más preciado aspecto de este tesoro: Cristo.

5. La Verdad es inseparable de la persona de Jesucristo


La Verdad es más que una doctrina o una vivencia espiritual-religiosa; es, ante todo, una persona: Cristo. Dios, después de darnos la verdad revelada, «...en estos postreros días, nos ha hablado por el Hijo» (Heb. 1:2). En Cristo culmina la revelación de la verdad hasta el punto que él pronunció las palabras más osadas que nadie haya dicho jamás: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» (Jn. 14:6). Cristo viene a ser la verdad encarnada: «Aquel Verbo fue hecho carne y habitó entre nosotros... lleno de gracia y de verdad. Pues la ley por medio de Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo» (Jn. 1:14, 17). Siguiendo con el símil del diamante, Cristo es la parte más preciosa de la verdad divina porque él «es la imagen del Dios invisible» (Col. 1:15) y en él «habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad» (Col. 2:9).

El escritor ruso Dostoiewsky dijo con gran lucidez: «Si alguien me demostrara alguna vez que Cristo está fuera de la verdad... entonces yo preferiría quedarme con Cristo antes que con la verdad». La luz que irradia la Verdad no sólo alumbra nuestras tinieblas, sino que nos seduce y nos atrae para compartir toda nuestra vida con Él (Ap. 3:20). Como alguien ha dicho, «un cristiano es una persona que ha quedado prendada y prendida de Jesucristo». Ahí radica el rasgo más distintivo del cristianismo: no es tanto una religión, sino una relación. Por ello, en último término, la verdad no es sólo algo a creer, algo a vivir y algo a discernir, sino sobre todo alguien a quien amar: el Cristo vivo, la Verdad encarnada.


Pablo Martínez Vila

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miércoles, 4 de abril de 2018

Pilares de mi fe cristiana (II)

Pilares de mi fe cristiana (II)


En el centro y como cumbre de la Biblia veo la figura esplendorosa del Señor Jesucristo. La encuentro en predicciones más o menos explícitas, así como en personajes, hechos y objetos simbólicos del Antiguo testamento; en la información fidedigna que sobre la vida, muerte y resurrección del Salvador nos proporcionan los Evangelios; en el tremendo impacto espiritual que Cristo produjo en la iglesia apostólica, como atestiguan el libro de los Hechos y las epístolas; en el Apocalipsis, donde sobresalen la soberanía de Cristo sobre su Iglesia y sobre los reinos de este mundo y su triunfo sobre todos los poderes que se oponen a su Reino.

Pese a que de Cristo se han tenido conceptos muy dispares (un gran maestro, un reformador social de ideas avanzadas, un líder pacifista, un mártir, el fundador de la más pura de las religiones), todas esas apreciaciones quedan muy por debajo de la realidad. Jesucristo es único, incomparable, si lo contemplamos a la luz de los testimonios que de él nos han dejado los evangelistas. Partimos del hecho de que tal testimonio existe: los cuatro evangelios. éstos, sin ser biografías en sentido estricto, nos suministran información adecuada para que sepamos quién fue Jesús, qué enseñó, que hizo, cómo fue su carácter, qué pretensiones tuvo, etc. Y de toda esa información surge una figura colosal, infinitamente superior a los más insignes personajes de la historia. Tan extraordinaria es esa figura que algunos críticos han negado su objetividad. Es -dicen- producto de la imaginación enfervorizada de los primeros discípulos, quienes aureolaron a su Maestro con la gloria de la divinidad. Pero una crítica desapasionada, nos impide llegar a esa conclusión. Si el Cristo de los evangelios, con sus milagros, sus enseñanzas maravillosas y su perfección moral hubiese sido un «invento» de los evangelistas, la obra de éstos habría sido un verdadero milagro, muy poco creíble en hombres sencillos, escasos de comprensión, de mentalidad terrena (Mr. 8:14-21), mucho más dados a la duda y la incredulidad que al ensalzamiento romántico de un ser amado. Sería creer lo increíble pensar que los seguidores del hombre más puro y amante de la verdad, hubiesen desfigurado la imagen de Jesús, y que en defensa de su testimonio adulterado hubiesen arriesgado -y en algunos casos dado- su propia vida. Resultaría, además, que un falsedad tuvo una fuerza moral y espiritual que ha transformado a millones de seres humanos. ¡Un prodigio inconcebible! Es mucho más razonable creer en la veracidad de los primeros testigos y en sus palabras. He aquí lo declarado por los apóstoles Pedro y Juan: «Porque no os hemos dado a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo siguiendo fábulas ingeniosamente inventadas, sino como habiendo visto con nuestros propios ojos su majestad.» (2 P. 1:16). «Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y palparon nuestras manos acerca del Verbo de vida... lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos» (1 Jn. 1:1-3).

Si nos atenemos a lo escrito en los Evangelios y en todo el Nuevo Testamento, pronto nos percatamos de la grandeza humana y sobrehumana de Cristo. Los discípulos obraron milagros en el nombre de Jesús, pero él los realizó por el poder que encarnaba en su persona. Sus enseñanzas, recibidas del Padre, las impartía con su autoridad personal («oísteis que fue dicho... mas yo os digo...», Mt. 5:21-22Mt. 5:27-28Mt. 5:31-32). Para el hombre en su estado de perdición sólo ve un remedio: un nuevo nacimiento por obra del Espíritu mediante la fe (Jn. 3:3Jn. 3:5-6Jn. 3:16). Descubrimos asimismo lo extraordinario de sus palabras y de su obra. Su mensaje es «buena nueva». Proclama la salvación y la incorporación al Reino de Dios. A través de sus enseñanzas revela la grandiosidad de Dios, de su justicia y su amor. Ahonda en los abismos de la naturaleza humana, creada «en el principio» a imagen de Dios, pero desfigurada, corrompida y ensuciada por el pecado. Presenta su obra redentora como la meta de su vida en la tierra («El Hijo del hombre vino a salvar lo que se había perdido», Mt. 18:11). En cuanto a sus enseñanzas morales, a cuya altura vivió él siempre, nadie jamás ha podido igualarlas, mucho menos superarlas. En sus máximas y en su conducta fue el ejemplo perfecto de lo que debe ser todo ser humano. Aun hombres no cristianos como Gandhi han hallado en el Sermón del Monte las normas éticas más elevadas que ha conocido la humanidad.

Entre todas estas facetas del mensaje tienen especial relieve algunas pretensiones de Jesucristo que en cualquier otro hombre serían absurdas, hilarantes, síntoma de megalomanía paranoica. Un ejemplo: su plena identificación con Dios («El Padre y yo somos una sola cosa», Jn. 10:30). Fue sin duda este concepto de su identidad lo que le llevó a hacer de sí mismo la clave de la revelación divina y de la salvación humana. Los fundadores de las grandes religiones han basado su mensaje en unas doctrinas determinadas. Jesús lo basó en su propia persona, a la que dio atributos inauditos. él dijo: «Yo soy el pan de vida» (Jn. 6:35), «el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en una fuente de agua que salte para vida eterna» (Jn. 4:14), «yo soy la luz del mundo, el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn. 8:12). Nunca dijo: «El que cree en mi doctrina se salvará», sino «el que cree en mí tiene vida eterna» (Jn. 3:16).
Otra prerrogativa divina que Jesús se atribuyó fue la facultad de perdonar pecados. Tenían razón los fariseos cuando dijeron que nadie puede hacer tal cosa sino sólo Dios; pero Jesús dijo al paralítico: «Tus pecados te son perdonados»; y sin ambages, para demostrar que poseía tal facultad, lo sanó.

La pretensión de divinidad se puso asimismo de manifiesto al aceptar ser objeto de adoración. él, que había rechazado al diablo citando un texto áureo del Antiguo Testamento («Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo servirás», Mt. 4:10), permitió la adoración fervorosa de la mujer hemorroísa (Mt. 15:25), del endemoniado gadareno (Mr. 5:6) y de sus propios discípulos (Mt. 14:33Mt. 28:9Mt. 28:17). En todos estos casos o estaba usurpando un honor correspondiente sólo a la Divinidad o realmente, además de hombre, era Dios. ¿Era todo fruto de una fantasía incontrolada? Si así hubiese sido nos hallaríamos ante lo más insólito: un hombre víctima de un grave desorden mental habría originado el movimiento espiritual más poderoso que ha conmovido el mundo y se habría convertido en fuente de paz, certidumbre y esperanza para millones de hombres y mujeres en todos los países a lo largo de los siglos. En el transcurso del tiempo se han desmoronado y han desaparecido sucesivos imperios. Se han debilitado y desvanecido poderosas ideologías que en su tiempo parecían destinadas a imponerse en toda la tierra. Pero el reinado de Cristo perdura aún en la vida de millones de sus seguidores. Tenía razón Napoleón cuando, preso en la isla de Santa Elena, declaró:

«Alejandro, César, Carlomagno y yo mismo hemos fundado grandes imperios; pero ¿de qué han dependido? De la fuerza. Sólo Jesús fundó su imperio sobre el amor, y hoy millones morirían por él... todos aquellos fueron hombres, y yo soy hombre; nadie más es como él; Jesucristo es más que hombre... Este fenómeno es inexplicable... El tiempo, gran destructor, es impotente para extinguir esta sagrada llama; el tiempo no puede ni agotar su energía ni limitar su extensión. Esto es lo que más me impresiona... lo que me demuestra convincentemente la divinidad de Jesucristo.»

Y Renan, renombrado filósofo y teólogo francés del siglo XIX, pese a su rechazo del elemento sobrenatural en la vida de Cristo, se vio forzado a afirmar que, «sea lo que sea que el futuro nos depare, Jesús nunca será superado».

Yo hago míos esos testimonios y los de muchos más hombres ilustres que han reconocido la grandiosidad inigualable de Jesús, y los suscribo con un fervoroso «Amén», un amén que significa no «así sea», sino «así es ». En los inicios de la experiencia religiosa que me llevó a la conversión la lectura de los evangelios fue para mí decisiva. La figura del Hijo del hombre se me hacía cada vez más fascinante. Y más cautivadora. Quedé «prendado y prendido de Jesucristo». Desde entonces, él ha sido el soporte más sólido de mi fe.

IV. Mi experiencia personal


Reconozco que hay un elemento de verdad en la objeción de que la experiencia es poco fiable si se usa como punto de apoyo de la fe. Tiene un carácter totalmente subjetivo y es susceptible de variaciones contradictorias. Las mismas vivencias que consolidan mi fe pueden destruir la fe de otros. Algunos supervivientes de los campos de concentración nazis salieron más creyentes porque veían la mano protectora de Dios en su liberación. Pero otros, como el judío Elie Wiesel, premio Nobel, sufrieron una honda crisis espiritual. Para una misma persona las pruebas de la vida pueden ser crisol purificador y enriquecedor de su fe (1 P. 1:6-7), pero también pueden sacudirla y debilitarla con dudas letales. Globalmente no podría decirse que la experiencia, por sí sola, es un puntal resistente de la convicción religiosa. A menos que esté sólidamente trabada a los pilares objetivos antes considerados (Iglesia, Biblia, Cristo), fácilmente puede la fe desmoronarse.

Sin embargo, como columna suplementaria, unida a las anteriores, la experiencia puede contribuir al afianzamiento de la fe. Pese a los altibajos que puede presentar, yo veo claramente que mi vida no está regida por un azar ciego. Se desarrolla conforme a un propósito sabio y amoroso de Dios. Percibo un hilo continuado que engarza admirablemente los acontecimientos más significativos de mi vida. Esta percepción está corroborada por la doctrina bíblica de la providencia divina, según la cual «todas las cosas cooperan para bien de los que aman a Dios» (Ro. 8:28). También en la Escritura descubro que, como en los casos de Jeremías (Jer. 1:5) y Pablo (Gá. 1:15), aun antes de mi nacimiento mi destino estaba en las manos de Dios, y puedo decir con el salmista: «Mi embrión lo veían tus ojos, mis días estaban previstos, escritos todos en tu libro, sin faltar uno» (Sal. 139:16). Veo clarísimamente que un día Dios empezó una buena obra en mí, y su Palabra me asegura que «el que empezó la buena obra» (en mí) «la perfeccionará hasta el día de Jesucristo» (Fil. 1:6).

A lo largo de mi existencia he vivido experiencias de todo tipo. Sin duda, en el plan divino para mí no entraba un camino inacabable de rosas. Muchas veces el camino se ha hecho difícil, árido, penoso. He experimentado la pobreza, el hambre, el frío, la enfermedad (delicadas operaciones quirúrgicas incluidas), la humillación de la intolerancia religiosa. Por la senda de mi vida ha transitado a menudo, muy cerca de mí, el maligno con insidiosas tentaciones. Y no siempre he salido totalmente indemne de sus ataques. He conocido el límite de mis fuerzas, y mis debilidades. También las de otros compañeros de viaje. He vivido horas de bajamar espiritual. He sufrido, he orado, a veces agónicamente, y no he sido ajeno a la experiencia del desfallecimiento y de la sequía espiritual. Momentos ha habido en que espiritualmente todo se volvía oscuro. Todo parecía tambalearse. Pero siempre ha habido una recuperación. Ha vuelto a lucir el sol. La conmoción ha cesado. En algunos trechos del camino he vivido experiencias que parecían auténticos milagros. La mano bondadosa del Señor se veía claramente. Resultado final: una fe confirmada que me permite decir con el apóstol: «Yo sé a quién he creído y estoy seguro de que es poderoso para guardar mi depósito para aquel día (el día de Jesucristo)» (2 Ti. 1:12). De hecho mi confianza, en realidad, descansa mucho más en el poder de Dios que en el valor de mi experiencia.

Más de una vez he pensado -y sigo pensando- que a estas alturas de mi vida, dada la solidez de los pilares de mi fe, me resulta imposible renunciar a ella. Como Jefté, aunque en un contexto muy diferente del suyo, digo: «He dado palabra al Señor y no puedo volverme atrás» (Jue. 11:35).

José M. Martínez

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lunes, 2 de abril de 2018

Pilares de mi fe cristiana (I)



Pilares de mi fe cristiana (I)


Como el lector podrá ver, no se trata estrictamente de un artículo, sino más bien de un testimonio personal de lo que en mi vida ha dado mayor consistencia a mis convicciones. No oculto que en su elaboración me ha parecido oportuno un enfoque positivista, basando el conocimiento en la observación y la experiencia. Mi fe, más que en ideas, se apoya en hechos. Descansa sobre cuatro pilares de solidez para mí incuestionable: la existencia de la Iglesia cristiana, la Biblia, la persona de Cristo tal como aparece en la Biblia y, en último lugar, mi propia experiencia.

I. LA IGLESIA


Son muchos los creyentes que, como yo, han conocido el Evangelio en una congregación cristiana. En su seno han crecido espiritualmente; han aprendido más y más de la Palabra de Dios predicada en los cultos; se han gozado en la comunión con los hermanos y han encontrado estimulantes oportunidades de servicio. La iglesia es para ellos una familia acogedora, una auténtica bendición que enriquece espiritualmente y vigoriza la fe. Con todo, no me sorprendería que en el rostro de más de un lector se dibujase una mueca irónica de escepticismo. ¿La Iglesia, con sus muchas debilidades, apoyo de mi fe? ¿Acaso no ha sido la Iglesia cristiana protagonista de episodios nada edificantes en el curso de la historia? En algunos momentos ¿no se ha prostituido con los poderes temporales de este mundo y ha caído con ellos en toda clase de injusticias? La conducta de muchos de sus miembros, incluso de algunos de sus líderes, ¿no ha sido tristemente escandalosa?

A fuer de sinceros, hemos de decir que sí, que todo eso es verdad. Pero yo veo en esta Iglesia una iglesia nominal, una institución de corte humano que no corresponde a la realidad de la Iglesia como comunidad de creyentes en Cristo que de todo corazón aman a Dios y andan en el camino del Evangelio. Los miembros de esta Iglesia, espiritual, están esparcidos por todo el mundo, encuadrados en comunidades de diferentes denominaciones, dando testimonio de su fe y de su vida nueva en Cristo, irradiando la luz de la verdad y del amor en favor de una humanidad desdichada. Es cierto que tampoco ellos son perfectos; están expuestos a flaquezas e inconsistencias; pero globalmente su vida es un ejemplo inspirador. ¡Cuantos de ellos han asombrado al mundo con su pureza de costumbres, su altruismo, su fervor cristiano, su abnegación y entrega al servicio de Cristo, que ha sido también servicio al prójimo! Poco tiempo después de mi conversión al Evangelio, llegó a mis manos el libro «Héroes y mártires de la obra misionera», de Juan C.Varetto. Su lectura me impactó profundamente. A medida que leía, más y más quedaba fascinado por aquellos héroes de la fe. Y mi propia fe se robustecía.

Pero no han sido únicamente las biografías que he llegado a leer las que me han ayudado espiritualmente. Mi relación personal con pastores fieles y miembros sencillos de iglesia, amantes de su Salvador, han contribuido igualmente al fortalecimiento de mi fe. No puedo olvidar la impresión que produjo en mí el modo como vivía su devoción privada el hombre que por primera vez me habló del Evangelio. Obrero en una fábrica de neumáticos, trabajaba en el turno de la mañana que comenzaba a las 6. él se levantaba a las 4 de la madrugada para poder leer sin prisas un capítulo de la Biblia y la página diaria correspondiente del «Libro de Cheques del Banco de la Fe», de C.H. Spurgeon. Concluido su tiempo devocional, tomaba un ligero desayuno y salía en bicicleta hacia la fábrica, distante unos cuatro kilómetros. Ya en el exterior, su trabajo y sus relaciones humanas indicaban que «había estado con Jesús». Más de una vez, al recordar su ejemplo, me he sentido un tanto avergonzado, convencido de que yo, en su lugar y circunstancias, seguramente habría recortado la hora dedicada a la lectura de la Biblia y la oración. Pero todavía, años después de su partida, me hace bien su modo de vivir la fe. No es menor el beneficio que he recibido de algunos compañeros en el ministerio, pastores, teólogos y escritores de diferentes países que, con la lucidez de sus ideas y la coherencia de su vida, me han sido de gran estímulo.

Lo dicho no significa que todo en la auténtica Iglesia del Señor es hermoso y edificante. En ella también se viven experiencias dolorosas, descorazonadoras. Son las espinas que acompañan, pero no ocultan, a las rosas. Yo procuro no pincharme, pero no me aparto del rosal. Y bendigo a Dios por la Iglesia en cuyo seno mi fe crece. Veo en la iglesia, en su existencia, en su supervivencia y crecimiento un milagro de la gracia de Dios. Sin ese milagro, hace siglos que la Iglesia habría dejado de existir; nuestras torpezas y nuestra carnalidad ya la habrían destruido. Por todo ello, la Iglesia es pilar de mi fe.

II. LA BIBLIA


En el proceso de mi observación descubro otro hecho fundamental: la Iglesia está estrechamente vinculada a la Biblia. Se nutre de sus páginas. De ellas extrae las doctrinas que configuran su credo, recibe la orientación ética para regular su conducta y el aliento para perseverar en la fe. Los momentos más luminosos de la Iglesia han sido aquellos en que ésta ha valorado la Sagrada Escritura, la ha creído, la ha practicado y la ha proclamado fielmente.

Eso me lleva a leerla atentamente. Como resultado, advierto que su contenido está entroncado en la historia de la salvación humana. Es testimonio elocuente de que «Dios ha hablado de muchas maneras en otros tiempos...» y que finalmente «nos ha hablado por medio de su Hijo» (Heb. 1:1-2). La Biblia recoge esa revelación. No sólo da testimonio de que ésta ha tenido lugar, sino que constituye su depósito más fiable.

A través de los tiempos la Sagrada Escritura ha sido objeto de ataques de toda índole. Algunos enemigos del cristianismo, como el emperador Diocleciano en el siglo IV y la Inquisición (en su obsesión dogmática antiprotestante) en tiempos posteriores, han tratado de destruirla materialmente arrojando al fuego multitud de ejemplares. Otros la han atacado con objeciones críticas o de carácter filosófico. Pero todo ha sido en vano. Comparable a un inmenso cubo geométrico, la Biblia se mantiene estable por más vueltas que se le dé. Sigue siendo el Libro por excelencia, el más traducido (a más de dos mil lenguas), el más leído, el más estudiado y comentado, el que mayor influencia ha tenido en la cultura occidental, el que más vidas ha transformado, el que más corazones ha consolado, el que más acciones abnegadas y heroicas ha inspirado. En él millones de creyentes han encontrado una fuente de inspiración, de confianza, de fuerza, y han podido decir como el salmista: «Lámpara es para mis pies tu Palabra y luz para mi camino» (Sal. 119:105). No es, pues, extraño, que la Iglesia se afirme sobre la Biblia y venga así a ser «columna y baluarte de la verdad» (1 Ti. 3:15).

Mi fe halla sostén en la Biblia porque me cautiva su mensaje. Conozco muchos de los argumentos que se esgrimen para desacreditarla. Y reconozco que en ella hay pasajes de difícil interpretación. Algunos plantean innegables dificultades; unas de tipo lingüístico; otras de carácter metafísico o incluso ético. Y no siempre damos con las claves hermenéuticas que las aclaren de manera plenamente satisfactoria. Confieso que la lectura de la Biblia a veces ha suscitado en mi mente preguntas para algunas de las cuales aún no he hallado respuesta del todo convincente. Pero la suma de todos los problemas y de todos los interrogantes pasan a una periferia en la que pierden toda posibilidad de socavar mi fe. Miro al contenido bíblico en su conjunto y lo veo como un bloque sólido, grandioso, digno de credibilidad. Me maravilla la revelación que hace de Dios. Me sobrecoge la descripción del hombre, en su grandeza y en su miseria. Me entristece su cuadro del pecado, en el que sobresale la inveterada tendencia del ser humano a independizarse de Dios para vivir a su antojo. Me conmueven las trágicas consecuencias del pecado que tan vívidamente se ven en innumerables textos bíblicos, corroborados por la historia. Sobre todo me asombra y fascina el amor de Dios, en perfecto equilibrio con su justicia, siempre en acción con miras a la salvación de los humanos. Me impresiona la progresión coherente de la revelación especial de Dios en el Antiguo Testamento, paralela a la historia de la salvación, y su apoteósica consumación en Cristo. La revelación divina, tal como se nos presenta en la Biblia, es semejante a un gran río; de escaso caudal en su nacimiento, va creciendo a medida que avanza con las aguas de sus afluentes, ganando anchura y profundidad hasta que desemboca en la inmensidad del mar. Dios comenzó a revelarse a los patriarcas, para continuar haciéndolo mediante los profetas. La revelación del plan salvífico de Dios va adquiriendo amplitud y claridad crecientes y finalmente culmina con el anuncio y advenimiento del Mesías Redentor.
No menos asombroso es el hecho de que la Biblia, escrita por hombres de épocas distintas, en diferentes contextos circunstanciales y sociales, presenta una unidad sorprendente, como si hubiese tenido un solo autor. La Biblia misma explica el fenómeno: los autores humanos escribieron bajo la inspiración del Espíritu de Dios (2 P. 1:212 Ti. 3:16). La teología cristiana ha deducido de estos y otros textos la doctrina de la inspiración de la Escritura y la autoridad de la misma como norma normans, determinate de la fe y la conducta del cristiano.

En mis reflexiones llego al convencimiento de que la Biblia es mucho más rica, más profunda y convincente que cualquier especulación humana, superior a todas las doctrinas filosóficas y a toda idea política, social o religiosa. Y la acepto como Palabra de Dios viva que día a día vivifica mi fe.

José M. Martínez

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domingo, 1 de abril de 2018

La gloria de la resurrección


La gloria de la resurrección


En el Credo Apostólico aparecen dos impresionantes frases relativas a Jesucristo: «Padeció bajo el poder de Poncio Pilato; fue crucificado, muerto y sepultado». Así se expresa, condensadamente, toda la crudeza de la humillación de Cristo. Si tales frases fuesen las últimas del credo, la confesión de fe cristiana sería un enigma nebuloso. El final del ministerio de Jesús podría interpretarse como una tragedia desconsoladora, como el derrumbe de un cúmulo de esperanzas gloriosas. Y como un misterio torturador. La carrera del Maestro admirado, santo, obrador de milagros, compasivo, revelador del Padre, dominador de las fuerzas demoníacas, anunciador y promotor del Reino de Dios ¿había de morir como un vulgar malhechor? Su grandeza indiscutible ¿había de concluir en la oscuridad fría de un sepulcro? El que había salvado a otros de la muerte ¿no podía salvarse a sí mismo? Las fuerzas del Reino ¿no podían acabar con todos los poderes enemigos? La fe y las esperanzas de los discípulos ¿habían de concluir en el más cruel de los desengaños? ¡Cuánta amargura rezuman las palabras de los discípulos de Emaús cuando regresaban de Jerusalén a su aldea: «Nosotros esperábamos que él sería el que redimiera a Israel» (Lc. 24:21)! Pero después de lo acontecido ¿qué podían esperar?

De igual modo, ¿qué esperanza podría tener hoy un cristiano si hubiese de creer en un Cristo «muerto y sepultado»? ¿Quién ensalzaría su gloria? Sólo podría pensarse en lo patético de su tragedia. Y quienes todavía mantuviesen su adhesión al Crucificado serían, en palabras del apóstol Pablo, «los más dignos de conmiseración de todos los hombres» (1 Co. 15:19). Pero el Credo no se cierra con la palabra «sepultado». Añade: «Resucitó de entre los muertos, ascendió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios...». Con estas frases destaca lo más trascendental en la historia de la salvación. Inseparable del mensaje de la cruz, y juntamente con él, la proclamación de la exaltación de Jesús constituye el eje del Evangelio. En esa proclamación sobresalen cuatro puntos esplendorosos: la resurrección de Jesús, su ascensión a los cielos, su sesión a la diestra de Dios y su futura venida en gloria. De estas cuatro realidades gloriosas nos centraremos en la primera: la resurrección de Cristo.

La resurrección de Cristo, el milagro de mayor trascendencia


Obviamente nos hallamos ante un milagro, el más grande en la experiencia de Jesús. Como el resto de sus milagros, ha sido blanco de la crítica histórica, radicalmente positivista. Asumiendo la negación de todo milagro propugnada por D. Strauss, se han ido sucediendo las más inverosímiles teorías: que Jesús no llegó a morir realmente, sino que sufrió un desmayo del que se recuperó en la quietud silenciosa del sepulcro; que los discípulos habían robado el cuerpo; que habían sufrido una alucinación a causa de su excitación emocional, etc., etc. Cualquier inciso apologético nos parece aquí innecesario. Basta decir que cualquiera de las objeciones que suelen oponerse a la veracidad histórica de la resurrección de Cristo, si se examina sin prejuicios, es mucho menos creíble que lo narrado por los evangelistas. Frente a todas ellas se alza un hecho innegable: cuando el cuerpo de Jesús fue sepultado los discípulos estaban moralmente destrozados. Sus creencias sobre el carácter mesiánico de Jesús se conmovían. ¿Era verdaderamente el «Ungido» o habrían de esperar a otro, como un día pensó Juan el Bautista? A la incomprensión y la duda se unía en ellos el temor. El grupo de los más fieles se reuniría en una casa para llorar su dolor y su frustración; pero con las puertas cerradas (Jn. 20:19). Sus mentes y sus corazones estaban literalmente asolados. Se había secado su esperanza. ¿Y este puñado de seguidores habría sido capaz de enfrentarse a la hostilidad del Sanedrín si Jesús hubiera seguido muerto? ¿Arriesgarían su vida por defender una mentira? ¿Quién puede creerlo?

La resurrección de Cristo, fundamento de la iglesia y de la fe


De no haber mediado la resurrección de Jesús, la Iglesia cristiana jamás habría existido. Pero las apariciones del Cristo resucitado cambiaron radicalmente la situación. Con la resurrección de su Señor resucitó la fe de ellos. Ahora veían sin ningún género de dudas que no se habían equivocado en su esperanza, que era verdad lo que el Señor les había dicho acerca de su muerte y resurrección (Mt. 16:21Mt. 17:22-23Mr. 8:31Mr. 9:31). Alborozados, con gozo incontenible, se dirían unos a otros: «Ha resucitado el Señor verdaderamente» (Lc. 24:34). A partir de ese momento serían testigos activos del gran milagro y lo anunciarían a los cuatro vientos proclamando el Evangelio.

Este hecho vino a ser el fundamento sobre el cual descansa y se consolida la fe cristiana. Fue lo más destacado en la primera predicación el día de Pentecostés (Hch. 2:24, 29-33). Siguió siéndolo a partir de aquel momento (Hch. 3:15Hch. 4:10Hch. 5:30Hch. 10:40Hch. 13:30, 33, 37) y mantuvo su prominencia en las cartas apostólicas. Para Pablo la fe sólo tenía sentido cuando se apoyaba en «Aquel que levantó de los muertos a Jesús, nuestro Señor» (Ro. 4:24). En su primera carta a los Corintios resume el Evangelio de modo magistral: «Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras» (1 Co. 15:3-4). Y tal importancia da a la resurrección que, de no haber tenido lugar, la fe cristiana sería un fiasco: «Si Cristo no resucitó, vana es entonces nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co. 15:14). Tanto es así que en los primeros tiempos del cristianismo, según atinada observación de C.S. Lewis, «predicar el cristianismo significaba principalmente predicar la resurrección». De modo que quienes habían oído sólo fragmentos de la enseñanza de Pablo en Atenas tuvieron la impresión de que hablaba de dos nuevos dioses: Jesús y Anástasis («resurrección» en griego). Si el mensaje de la cruz había sido para los griegos «locura» (1 Co. 1:18), el de la resurrección había de parecerles el mayor de los absurdos. Pese a todo, el gran evento había tenido lugar y vino a ser la roca sobre la que se alzó toda la estructura de la fe cristiana. La base de esta estructura no fue -no es- una simple doctrina, una inferencia intelectual o un anhelo vital. Fue un evento glorioso, del que muchos hombres y mujeres fueron testigos, demostrativo de que «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos» (Mt. 22:32 y par.).

La resurrección de Cristo, garantía de nuestra esperanza


Digamos finalmente que la resurrección de Cristo garantiza la resurrección futura a vida eterna de cuantos creen en él. En una de sus primeras cartas (1 Tesalonicenses) ya se refirió Pablo a esta doctrina (1 Ts. 4:14, 16) reafirmando lo que había enseñado el Señor mismo (Jn. 5:29Jn. 6:39, 40, 44, 54Jn. 11:25). Pero la enseñanza más recia sobre este tema la hallamos en el monumental capítulo 15 de su carta a los Corintios. En este texto el apóstol desarrolla una sólida argumentación para demostrar que Cristo resucitó de los muertos, refutando así el error de quienes afirmaban que «no hay resurrección de muertos» (1 Co. 15:12); pero en su conclusión (1 Co. 15:20) enlaza la resurrección del Señor con la de sus redimidos, que tendrá lugar en su segunda venida. Cristo resucitado es «primicias de los que durmieron».

William Barclay recuerda que la fiesta de la pascua (cuando Jesús resucitó) era también la fiesta de las primicias, la cual coincidía con la época en que la cebada era segada (Lv. 23:10-11). Aquel primer fruto era el principio de la cosecha que había de seguir, es decir, la resurrección de sus santos que ya habían fallecido. Para reforzar esta afirmación Pablo introduce un paralelo antitético entre Adán y Cristo: «Así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados» (1 Co. 15:22). Lo uno es tan cierto como lo otro. Todos los que están «en Adán», es decir, todos cuantos viven en su naturaleza caída, alejados de Dios, mueren. Todos los que están «en Cristo» serán resucitados para vida eterna o transformados (1 Ts. 4:16-17). Esta perspectiva ha sido siempre motivo de consuelo y estímulo para el pueblo cristiano (1 Ts. 4:18). Y ha dado mayor brillo a la gloria del Resucitado. Así parece haberlo entendido Pablo cuando escribía: «Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). Un eco maravilloso de lo dicho por el Señor Jesucristo mismo: «Porque yo vivo, vosotros también viviréis.» (Jn. 14:19).

El resplandor de la gloria de la resurrección alumbra nuestra vida presente y se proyecta hacia un futuro pletórico de esperanza «sabiendo que Aquel que resucitó al Señor Jesús, a nosotros también nos resucitará con Jesús y nos presentará juntamente con vosotros» (2 Co. 4:14). Por ello los cristianos en todo el mundo recordamos la Semana Santa con espíritu de reflexión, de confesión y de gratitud, pero sobretodo con el mismo «gran gozo» de María Magdalena y la otra María al descubrir la tumba vacía y escuchar la voz del ángel afirmar rotunda: «No está aquí pues ha resucitado» (Mt. 28:6, 8).

José M. Martínez


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