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jueves, 18 de mayo de 2017

Transformando el enojo en paz (II)


El antídoto contra el resentimiento

Tenemos dos grandes recursos para controlar las reacciones de enojo y evitar que se transformen en resentimiento y amargura. En la primera parte de este artículo (noviembre 2010) consideramos el primero de ellos, la meditación, que nos lleva al control de los pensamientos y, en último término, de nuestras emociones y reacciones. Piensa bien y acertarás... piensa mal y te amargarás sería la conclusión de Filipenses 4:8, una verdadera vacuna contra el resentimiento. En este formidable pasaje de Filipenses encontramos también el otro gran recurso, la oración.
«Por nada estéis afanosos (os inquietéis), sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración... y la paz de Dios... guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7).
Todo creyente sabe que la oración es un poderosos instrumento para cambiar las circunstancias. Numerosos ejemplos bíblicos avalan este principio esencial de la vida cristiana: «pedid y se os dará... si permanecéis en mí, pedid todo lo que queréis y os será hecho» (Jn. 15:7). Pero la oración no sólo cambia las circunstancias, también nos cambia a nosotros mismos. Dios usa la oración para moldearnos progresivamente, para hacernos crecer y madurar. Como el alfarero trabaja de manera artesanal el barro, el Señor se vale de la plegaria para forjarnos a semejanza de Cristo. El teólogo Richard Foster afirma en su conocido libro Celebración de la discliplina: «Orar es cambiar. La oración es el cauce principal que Dios utiliza para transformarnos».
En lo que se refiere a nuestro tema del enojo y el resentimiento, ¿cómo se produce este cambio? En la oración Dios actúa de tres maneras:
  • Nos capacita para pensar el bien
  • Nos ilumina para entender nuestras faltas
  • Transforma nuestras sentimientos y actitudes

La oración, nos capacita para pensar el bien

¿Cómo puedo llegar a cumplir la demanda de pensar siempre lo bueno sobre todas las personas y en todas las situaciones, como apuntábamos en el tema anterior? «¡Esto es imposible!», exclamará el lector con no poca razón. Ciertamente es imposible por nuestras propias fuerzas porque no estamos ante una reacción natural sino sobrenatural. Precisamente por ello, necesitamos un recurso sobrenatural: la oración.
La oración nos cambia a nosotros mismos, en primer lugar, porque nos capacita con los recursos de la gracia a fin de pensar siempre «todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro». El orden de los versículos en el texto de Filipenses 4 es de gran importancia porque contiene la clave práctica para controlar pensamientos y emociones, nuestro objetivo principal en la lucha contra el enojo y el resentimiento. La oración precede a la meditación. No puede haber un auténtico control del pensamiento fuera del recurso sobrenatural de la oración. Así, la «súplica delante de Dios» viene a ser la puerta de entrada al pensamiento positivo del que se nos habla inmediatamente después (Fil. 4:8). Uno no puede por sí mismo salir airoso de tan grande desafío -pensar lo bueno del ofensor- si antes no recibe en oración los recursos divinos: el amor sobrenatural, la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. Sólo cuando de rodillas se ha recibido esta capacitación divina, uno está en condiciones de bendecir en vez de maldecir, de perdonar en vez de odiar.

La oración nos ilumina para entender nuestras faltas

En segundo lugar, la oración nos cambia porque nos hace ver la realidad de nuestras propias carencias y miserias. La plegaria sincera es como un espejo que nos lleva a una visión clara sobre nuestra persona y nuestras faltas. En términos psicológicos diríamos que nos facilita el insight. Nos abre los ojos para «darnos cuenta de».
La oración, junto con la meditación, es uno de los instrumentos más poderosos para proporcionamos un autoconocimiento espiritual adecuado. Nos libra de nuestra fuerte tendencia al autoengaño, tendencia aun más acusada en el complejo campo de las relaciones interpersonales. Atinada es, al respecto, la oración de David en el Salmo 19: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos... entonces seré íntegro» (Sal. 19:12-13).
En este sentido es muy iluminador observar la estructura de algunos salmos, por ejemplo el 32. Después de unas palabras de confesión del salmista (Sal. 32:5-7), encontramos un versículo aparentemente inesperado: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar» (Sal. 32:8). No debería sorprendernos porque la guía de Dios es consecuencia natural de hablar con él y estar en su presencia. Cuán profunda es la plegaria de David en otro salmo: «Bendeciré a Yahveh que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia» (Sal. 16:7). La Nueva Biblia Española traduce la última frase con gran belleza: «...hasta de noche me instruye internamente». David tenía una certeza plena del poder de Dios para iluminar su vida: «Tú encenderás mi lámpara; el Señor mi Dios alumbrará mis tinieblas» (Sal. 18:28). Estas palabras cobran especial valor porque vienen de alguien que sufrió durante largos años la persecución injusta y la difamación, primero de parte de Saúl y después de su propio hijo Absalón. Si alguien conoció la ofensa y la humillación inmerecidas, éste fue David. De hecho, muchos de sus salmos reflejan el sufrimiento moral y espiritual que estos conflictos le acarrearon. Recomendamos al lector una lectura detenida del Salmo 37, un auténtico manual de cómo reaccionar ante la injusticia y la ofensa. No es casualidad que en el versículo más conocido de este salmo David mencione la oración como el recurso más importante: «Encomienda al Señor tu camino, espera en Él y Él hará» (Sal. 37:5).
En la oración se nos abre una ventana luminosa que nos permite contemplar la santidad y el carácter de Dios; la luz de su perfección deja al descubierto nuestra realidad espiritual y nos pone en el lugar debido, borra cualquier vestigio de autocomplacencia, promueve la humildad y nos ayuda a tener un concepto adecuado del prójimo. Este paisaje moral que nace de la comunión con Dios nos estimula a practicar las exhortaciones de Pablo en las relaciones de conflicto: «Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis... Procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Ro. 12:14-21).
Como nos recuerda el médico suizo Paul Tournier, «en el diálogo con Dios lo fecundo son las preguntas que él nos plantea, y no las que nosotros le formulamos». Sí, en la oración Dios pone al descubierto aquellas áreas de nuestra vida que necesitan reparación o incluso cirugía radical. Dice Teresa de Ávila: «Las palabras divinas interiores se producen en el alma en momentos en que ésta es incapaz de comprenderlas, y no responden a ningún deseo de oírlas». Pero poco a poco nuestra comprensión crece y experimentamos que Dios cambia la oscuridad en luz: «Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9). Esta es precisamente la idea en Job 34:32: «Enséñame tú lo que yo no veo; si hice mal, no lo haré más». ¡Cuánto valor tiene estas oraciones aplicadas a una relación difícil, a un conflicto en la convivencia con mi prójimo!
Así pues, la oración es colirio que aclara nuestra vista y nos permite percibir la realidad de nosotros mismos. Nos da clarividencia sobre faltas y errores. La oración es instrumento de Dios para evitar diagnósticos tan equivocados como el de los creyentes de Laodicea en Apocalipsis 3: se creían ricos y eran pobres, autosuficientes, pero eran «miserables». Por ello el Señor tiene que decirles: «Yo te aconsejo... que unjas tus ojos con colirio, para que veas» (Ap. 3:18).

La oración transforma nuestras actitudes y sentimientos

El tercer cambio que la oración produce en nosotros es consecuencia de los dos anteriores: moldea y transforma nuestros sentimientos y reacciones. El texto de Filipenses nos pone un ejemplo práctico muy frecuente en la vida diaria: cuando estoy ansioso -«afanado»- por alguna situación, mi privilegio y mi deber es presentar tal preocupación delante de Dios «en toda oración». Cuando esta inquietud pasa por el «filtro» de la plegaria, ocurre dentro de mí como una metamorfosis de tal manera que la ansiedad es cambiada en paz profunda (Fil. 4:6-7).
El mismo proceso se aplica a nuestras relaciones de conflicto. Yo no puedo orar por mi ofensor y quedarme con idéntica actitud interior de hostilidad y amargura. La oración es el catalizador que me lleva no sólo a pensar el bien, sino a hacerle el bien a quien me ha hecho daño.
El mismo Señor Jesús en el Sermón del Monte aludió a la oración como un factor clave en la relación con nuestros ofensores. Así exhortó a sus discípulos: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y persiguen» (Mt. 5:44). Vemos de nuevo la estrecha relación entre la conducta moral requerida (expresada en tres verbos: amar, bendecir y hacer el bien) y la oración. No será posible cumplir con la triple expresión práctica del amor al ofensor sin la oración.
Por último, unas consideraciones prácticas sobre un pecado muy sutil: el maldecir al prójimo. Reparemos en el significado de la palabra maldecir. A veces pensamos que se trata de algo muy «fuerte», una ofensa muy grave; por ello creemos que nunca hemos maldecido a nadie. Pero en su significado original mal-decir es simplemente hablar mal de otro. En este sentido, ¡cuán fácil es maldecir a nuestro prójimo! Tantas veces hablamos lo malo del otro. Por el contrario, en la oración Dios pone en mí la fuerza moral y los recursos de la gracia para hablar bien del otro: ben-decir. ¡Cuánto necesitamos en nuestras relaciones poder exclamar con sinceridad: «te bendigo, hermano mío», es decir, «quiero hablar lo bueno, lo puro, lo honesto de ti».
¿Te has sentido humillado y ofendido por alguien? Recuerda el ejemplo del Señor Jesús en la hora de la ofensa suprema, la hora de la humillación y la calumnia más inmerecidas: «...cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 P. 2:23).

Dr. Pablo Martínez Vila

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