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miércoles, 31 de mayo de 2017

Versículos Bíblicos para compartir.

Me encanta este versículo que relata la humildad y confianza de "Josué y Caleb" en las promesas de Dios; prestos a defender la causa que tenían por delante, encomendada por Dios, frente a la incredulidad de los que no confiaban y tenían miedo.

¿Cuáles son aquellos gigantes que a usted no le permiten ver la mano de Dios obrando en su vida?
¡Doble su rodilla ante quien puede derrotarlos y confíe!


martes, 30 de mayo de 2017

jueves, 18 de mayo de 2017

Transformando el enojo en paz (II)


El antídoto contra el resentimiento

Tenemos dos grandes recursos para controlar las reacciones de enojo y evitar que se transformen en resentimiento y amargura. En la primera parte de este artículo (noviembre 2010) consideramos el primero de ellos, la meditación, que nos lleva al control de los pensamientos y, en último término, de nuestras emociones y reacciones. Piensa bien y acertarás... piensa mal y te amargarás sería la conclusión de Filipenses 4:8, una verdadera vacuna contra el resentimiento. En este formidable pasaje de Filipenses encontramos también el otro gran recurso, la oración.
«Por nada estéis afanosos (os inquietéis), sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración... y la paz de Dios... guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús» (Fil. 4:6-7).
Todo creyente sabe que la oración es un poderosos instrumento para cambiar las circunstancias. Numerosos ejemplos bíblicos avalan este principio esencial de la vida cristiana: «pedid y se os dará... si permanecéis en mí, pedid todo lo que queréis y os será hecho» (Jn. 15:7). Pero la oración no sólo cambia las circunstancias, también nos cambia a nosotros mismos. Dios usa la oración para moldearnos progresivamente, para hacernos crecer y madurar. Como el alfarero trabaja de manera artesanal el barro, el Señor se vale de la plegaria para forjarnos a semejanza de Cristo. El teólogo Richard Foster afirma en su conocido libro Celebración de la discliplina: «Orar es cambiar. La oración es el cauce principal que Dios utiliza para transformarnos».
En lo que se refiere a nuestro tema del enojo y el resentimiento, ¿cómo se produce este cambio? En la oración Dios actúa de tres maneras:
  • Nos capacita para pensar el bien
  • Nos ilumina para entender nuestras faltas
  • Transforma nuestras sentimientos y actitudes

La oración, nos capacita para pensar el bien

¿Cómo puedo llegar a cumplir la demanda de pensar siempre lo bueno sobre todas las personas y en todas las situaciones, como apuntábamos en el tema anterior? «¡Esto es imposible!», exclamará el lector con no poca razón. Ciertamente es imposible por nuestras propias fuerzas porque no estamos ante una reacción natural sino sobrenatural. Precisamente por ello, necesitamos un recurso sobrenatural: la oración.
La oración nos cambia a nosotros mismos, en primer lugar, porque nos capacita con los recursos de la gracia a fin de pensar siempre «todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro». El orden de los versículos en el texto de Filipenses 4 es de gran importancia porque contiene la clave práctica para controlar pensamientos y emociones, nuestro objetivo principal en la lucha contra el enojo y el resentimiento. La oración precede a la meditación. No puede haber un auténtico control del pensamiento fuera del recurso sobrenatural de la oración. Así, la «súplica delante de Dios» viene a ser la puerta de entrada al pensamiento positivo del que se nos habla inmediatamente después (Fil. 4:8). Uno no puede por sí mismo salir airoso de tan grande desafío -pensar lo bueno del ofensor- si antes no recibe en oración los recursos divinos: el amor sobrenatural, la fuerza y la gracia del Espíritu Santo. Sólo cuando de rodillas se ha recibido esta capacitación divina, uno está en condiciones de bendecir en vez de maldecir, de perdonar en vez de odiar.

La oración nos ilumina para entender nuestras faltas

En segundo lugar, la oración nos cambia porque nos hace ver la realidad de nuestras propias carencias y miserias. La plegaria sincera es como un espejo que nos lleva a una visión clara sobre nuestra persona y nuestras faltas. En términos psicológicos diríamos que nos facilita el insight. Nos abre los ojos para «darnos cuenta de».
La oración, junto con la meditación, es uno de los instrumentos más poderosos para proporcionamos un autoconocimiento espiritual adecuado. Nos libra de nuestra fuerte tendencia al autoengaño, tendencia aun más acusada en el complejo campo de las relaciones interpersonales. Atinada es, al respecto, la oración de David en el Salmo 19: «¿Quién podrá entender sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos... entonces seré íntegro» (Sal. 19:12-13).
En este sentido es muy iluminador observar la estructura de algunos salmos, por ejemplo el 32. Después de unas palabras de confesión del salmista (Sal. 32:5-7), encontramos un versículo aparentemente inesperado: «Te haré entender, y te enseñaré el camino en que debes andar» (Sal. 32:8). No debería sorprendernos porque la guía de Dios es consecuencia natural de hablar con él y estar en su presencia. Cuán profunda es la plegaria de David en otro salmo: «Bendeciré a Yahveh que me aconseja; aun en las noches me enseña mi conciencia» (Sal. 16:7). La Nueva Biblia Española traduce la última frase con gran belleza: «...hasta de noche me instruye internamente». David tenía una certeza plena del poder de Dios para iluminar su vida: «Tú encenderás mi lámpara; el Señor mi Dios alumbrará mis tinieblas» (Sal. 18:28). Estas palabras cobran especial valor porque vienen de alguien que sufrió durante largos años la persecución injusta y la difamación, primero de parte de Saúl y después de su propio hijo Absalón. Si alguien conoció la ofensa y la humillación inmerecidas, éste fue David. De hecho, muchos de sus salmos reflejan el sufrimiento moral y espiritual que estos conflictos le acarrearon. Recomendamos al lector una lectura detenida del Salmo 37, un auténtico manual de cómo reaccionar ante la injusticia y la ofensa. No es casualidad que en el versículo más conocido de este salmo David mencione la oración como el recurso más importante: «Encomienda al Señor tu camino, espera en Él y Él hará» (Sal. 37:5).
En la oración se nos abre una ventana luminosa que nos permite contemplar la santidad y el carácter de Dios; la luz de su perfección deja al descubierto nuestra realidad espiritual y nos pone en el lugar debido, borra cualquier vestigio de autocomplacencia, promueve la humildad y nos ayuda a tener un concepto adecuado del prójimo. Este paisaje moral que nace de la comunión con Dios nos estimula a practicar las exhortaciones de Pablo en las relaciones de conflicto: «Bendecid a los que os persiguen, bendecid y no maldigáis... Procurad lo bueno delante de todos los hombres. Si es posible, en cuanto dependa de vosotros, estad en paz con todos los hombres» (Ro. 12:14-21).
Como nos recuerda el médico suizo Paul Tournier, «en el diálogo con Dios lo fecundo son las preguntas que él nos plantea, y no las que nosotros le formulamos». Sí, en la oración Dios pone al descubierto aquellas áreas de nuestra vida que necesitan reparación o incluso cirugía radical. Dice Teresa de Ávila: «Las palabras divinas interiores se producen en el alma en momentos en que ésta es incapaz de comprenderlas, y no responden a ningún deseo de oírlas». Pero poco a poco nuestra comprensión crece y experimentamos que Dios cambia la oscuridad en luz: «Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz» (Sal. 36:9). Esta es precisamente la idea en Job 34:32: «Enséñame tú lo que yo no veo; si hice mal, no lo haré más». ¡Cuánto valor tiene estas oraciones aplicadas a una relación difícil, a un conflicto en la convivencia con mi prójimo!
Así pues, la oración es colirio que aclara nuestra vista y nos permite percibir la realidad de nosotros mismos. Nos da clarividencia sobre faltas y errores. La oración es instrumento de Dios para evitar diagnósticos tan equivocados como el de los creyentes de Laodicea en Apocalipsis 3: se creían ricos y eran pobres, autosuficientes, pero eran «miserables». Por ello el Señor tiene que decirles: «Yo te aconsejo... que unjas tus ojos con colirio, para que veas» (Ap. 3:18).

La oración transforma nuestras actitudes y sentimientos

El tercer cambio que la oración produce en nosotros es consecuencia de los dos anteriores: moldea y transforma nuestros sentimientos y reacciones. El texto de Filipenses nos pone un ejemplo práctico muy frecuente en la vida diaria: cuando estoy ansioso -«afanado»- por alguna situación, mi privilegio y mi deber es presentar tal preocupación delante de Dios «en toda oración». Cuando esta inquietud pasa por el «filtro» de la plegaria, ocurre dentro de mí como una metamorfosis de tal manera que la ansiedad es cambiada en paz profunda (Fil. 4:6-7).
El mismo proceso se aplica a nuestras relaciones de conflicto. Yo no puedo orar por mi ofensor y quedarme con idéntica actitud interior de hostilidad y amargura. La oración es el catalizador que me lleva no sólo a pensar el bien, sino a hacerle el bien a quien me ha hecho daño.
El mismo Señor Jesús en el Sermón del Monte aludió a la oración como un factor clave en la relación con nuestros ofensores. Así exhortó a sus discípulos: «Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen y orad por los que os ultrajan y persiguen» (Mt. 5:44). Vemos de nuevo la estrecha relación entre la conducta moral requerida (expresada en tres verbos: amar, bendecir y hacer el bien) y la oración. No será posible cumplir con la triple expresión práctica del amor al ofensor sin la oración.
Por último, unas consideraciones prácticas sobre un pecado muy sutil: el maldecir al prójimo. Reparemos en el significado de la palabra maldecir. A veces pensamos que se trata de algo muy «fuerte», una ofensa muy grave; por ello creemos que nunca hemos maldecido a nadie. Pero en su significado original mal-decir es simplemente hablar mal de otro. En este sentido, ¡cuán fácil es maldecir a nuestro prójimo! Tantas veces hablamos lo malo del otro. Por el contrario, en la oración Dios pone en mí la fuerza moral y los recursos de la gracia para hablar bien del otro: ben-decir. ¡Cuánto necesitamos en nuestras relaciones poder exclamar con sinceridad: «te bendigo, hermano mío», es decir, «quiero hablar lo bueno, lo puro, lo honesto de ti».
¿Te has sentido humillado y ofendido por alguien? Recuerda el ejemplo del Señor Jesús en la hora de la ofensa suprema, la hora de la humillación y la calumnia más inmerecidas: «...cuando le maldecían, no respondía con maldición; cuando padecía, no amenazaba, sino encomendaba la causa al que juzga justamente» (1 P. 2:23).

Dr. Pablo Martínez Vila

 Copyright © 2011 - Pablo Martínez Vila
 (http://www.pensamientocristiano.com)

jueves, 11 de mayo de 2017

Transformando el enojo en paz (I)


 El antídoto contra el resentimiento

Humillados y ofendidos es el curioso título de una de las obras del gran escritor ruso Dostoiewsky. Refleja una de las realidades más universales del ser humano. ¿Quién no se ha sentido humillado y ofendido alguna vez? Todos hemos pasado experiencias de este tipo. ¡Las relaciones humanas pueden ser complicadas! La diferencia está en que unos son capaces de superar estas emociones de forma constructiva y saludable, mientras que otros permanecen toda su vida «humillados y ofendidos». Han transformado la ofensa inicial en resentimiento permanente. Y el resentimiento es como un veneno que poco a poco, aun de manera inconsciente, va intoxicando su mente y su espíritu hasta influir de manera decisiva en sus relaciones personales, su actitud ante la vida y su propia salud.
¿Cómo podemos evitar este proceso de envenenamiento que lleva a la amargura y la autodestrucción de no pocas personas? En los dos próximos artículos intentaremos responder a esta pregunta. Vamos a considerar, en especial, los dos grandes recursos que tenemos como cristianos a la luz del iluminador pasaje de Filipenses 4, una auténtica obra maestra sobre la salud y la paz mental y espiritual: Estos dos recursos son la meditación (control de los pensamientos) y la oración.

El enojo no siempre es malo

El enfadarse es una respuesta tan natural como, a veces, necesaria. De alguien que no se enfada nunca solemos decir que «no tiene sangre en las venas». Forma parte de las defensas que Dios mismo nos ha dado para afrontar situaciones desagradables o injustas. De hecho, la capacidad para airarse forma parte de la naturaleza divina. Dios mismo se nos presenta como un Dios de ira ante el pecado y la injusticia. También vemos a Cristo, «la imagen del Dios invisible», enojarse en momentos muy concretos de su ministerio y expresar su enfado con mucha energía. De Pablo se nos dice que «su espíritu se enardecía viendo la ciudad (Atenas) entregada a la idolatría» (Hch. 17:16). En realidad, la ausencia de enojo en determinados momentos puede desagradar a Dios. Hay, por tanto, una ira santa que refleja la imagen de Dios en nosotros y que, lejos de ser pecado, puede reflejar madurez y discernimiento espiritual.

Los límites del enojo: «Airaos, pero no pequéis»

Nos surge, entonces, una pregunta: ¿cuándo el enojo es malo? El apóstol Pablo nos da la clave: «airaos, pero no pequéis, no se ponga el sol sobre vuestro enojo ni deis lugar al diablo» (Ef. 4:26-27). «Airaos si hace falta», viene a decir el apóstol; pero hay una condición indispensable para que el enfado no se convierta en pecado: «no se ponga el sol sobre vuestro enojo». El problema no está en airarse, sino en permanecer airado. Cuando el enojo anida en el corazón de forma permanente deja de ser una reacción natural, para convertirse en una actitud vital. Deja de ser un sentimiento espontáneo y transitorio para convertirse en un estado crónico. Cuando esto sucede, el enojo pasa a resentimiento y, de ahí, con el tiempo, engendra el odio y la amargura como eslabones de una misma cadena. Son los efectos tóxicos del enojo. Lo que empieza siendo una reacción necesaria y positiva, acaba sumiendo a la persona en una actitud de autodestrucción. Por ello Pablo termina este versículo con la frase «ni deis lugar al diablo».

Apagando el enojo: «Meditad en vuestro corazón y guardad silencio»

El enojo es como un fuego que necesita ser cuidadosamente controlado, de lo contrario puede causar serios problemas. Hemos visto algunos de sus «efectos tóxicos». Ya nos advierte el autor de Proverbios que «aquel que fácilmente se enoja, hará locuras» (Pr. 14:17). Es interesante observar que el texto antes considerado (Ef. 4:26) es una cita del Salmo 4:4: «En vuestro enojo no pequéis; cuando estéis en vuestras camas, meditad en vuestro corazón y guardad silencio» (Traducción literal de la versión inglesa «New International Version»).
El versículo original, por tanto, nos da la primera clave para atemperar el enojo: la meditación y silencio. Estos momentos de quietud interior serán como gotas de agua que refrescan la tierra ardiendo por el fuego. Será entonces cuando oiremos la voz suave del Juez justo preguntándonos como a Jonás: «¿Haces tú bien en enojarte tanto?» (Jon. 4:4), o susurrando a nuestro corazón: «No os venguéis vosotros mismos, amados míos, sino dejad lugar a la ira de Dios; porque escrito está: Mía es la venganza, yo pagaré dice el Señor... No seas vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal» (Ro. 12:19, 21). Estos «descubrimientos», paso a paso, irán apaciguando la intensidad de nuestra ira y serán el antídoto contra el resentimiento y el odio.

Odiar no es inevitable, es una decisión.

Hay personas especialistas en hacer «confitura de resentimiento»: guardan el enojo en su corazón hasta terminar llenos de amargura y con una visión victimista de la vida piensan que todo y todos van en contra de ellos. ¿Por qué les ocurre esto? Importa destacar que en este proceso de intoxicación juega un papel central la voluntad. A diferencia del enojo que surge de forma espontánea y es inevitable, el odio y el resentimiento no son inevitables sino que crecen en la medida que se los alimenta. Yo no puedo evitar enojarme, pero sí puedo evitar que este sentimiento se convierta en odio. Ello es así porque el odio, al igual que el amor, es más que una emoción, es una decisión, nace de la voluntad. Yo puedo rehusar odiar de la misma manera que puedo decidir amar. Ahí es donde empezamos a entender la demanda del Señor Jesús de amar a los enemigos. Como sentimiento natural, es imposible, pero en tanto que decisión es posible, en especial cuando contiene la capacitación sobrenatural del Espíritu Santo y no depende sólo de nuestro esfuerzo. Esta capacidad para detener el odio y transformarlo en paz interior y en pacificación es una de las características más distintivas de la ética cristiana. Su presencia es revolucionaria y transforma personas, relaciones y hasta comunidades enteras.
Un ejemplo singular lo tenemos en el líder sudafricano Nelson Mandela. Según algunos historiadores contemporáneos, el secreto de la gran influencia sobre su país se puede resumir en una sola frase: rehusó odiar o amargarse. Así lo describe uno de sus biógrafos: «Fue porque rehusó odiar o amargarse que pudo nacer una Sudáfrica multiracial no sobre un baño de sangre, sino en paz y democracia» ¡Qué síntesis más admirable de la vida de una persona! La injusticia y la ofensa -estuvo veintisiete años en la cárcel por razones políticas- lejos de destruirle estimularon su valentía y su esperanza.

Piensa bien y acertarás... piensa mal y te amargarás

La sabiduría popular expresada en forma de refranes suele no equivocarse. Pero en el caso del aforismo «piensa mal y acertarás» yerra por partida doble. Desde el punto de vista psicológico es un grave error porque ser un malpensado siempre lleva a una visión paranoide del mundo. Hasta tal punto es un veneno emocional que más bien deberíamos decir «piensa mal y te amargarás». Todos los expertos en salud mental están de acuerdo en este principio: uno no puede pasarse la vida desconfiando de los demás sin que ello le pase una factura muy alta en su salud física y emocional.
Y esta actitud, que es perjudicial emocionalmente, también lo es desde el punto de vista espiritual. De hecho, puede llegar a ser un pecado por cuanto la amargura apaga el Espíritu Santo. El lema del creyente debe ser «piensa el bien y tendrás paz». Ello nos lleva a preguntarnos: ¿cómo se consigue esto?

Plantando las semillas adecuadas: «todo lo puro, todo lo amable... en esto pensad»

En la mente humana los sentimientos están en gran parte determinados por los pensamientos. La forma de pensar es lo que nos hace sentir bien o mal, amar u odiar, resentidos o en paz. En este sentido, podríamos comparar la personalidad -el corazón- a un jardín en el que estamos constantemente plantando semillas, los pensamientos. Las semillas que yo siembre van a determinar qué plantas crecen. Si es un pensamiento de ánimo, me hará sentir bien, si es un pensamiento de hostilidad producirá resentimiento, etc. Aun sin darnos cuenta, estamos todo el tiempo enviándole al cerebro mensajes que influirán mucho en nuestro estado de ánimo, en nuestras reacciones e incluso en nuestra salud.
En la Biblia encontramos numerosos pasajes que aluden a esta realidad. En Filipenses 4 tenemos una formidable «vacuna» para evitar el odio y el resentimiento y transformarlo en paz. Es una perla inestimable que debería adornar todas nuestras relaciones. Aprehender y practicar el mensaje contenido en este memorable pasaje es una ayuda inestimable cuando nos sentimos humillados y ofendidos:
«Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad» (Fil. 4:8).
¡Cuánta tendencia tenemos los humanos a invertir esta exhortación! Si hay algo negativo, algún defecto, alguna ofensa, algún motivo de queja, algún agravio en esto pensamos y nos obsesionamos! Y así, al cultivar estos pensamientos negativos, vamos creando el caldo de cultivo idóneo para que crezcan el odio y el resentimiento. ¡Cómo cambiarían nuestras actitudes y relaciones si aplicáramos este versículo a aquellas personas que nos han ofendido! Si en vez de pensar «cuánto mal me ha hecho» logro decirme «¿qué hay de bueno en él/ella,? ¿qué puedo encontrar de noble y de justo en esta persona?», poco a poco crecerán en el jardín de mi mente las plantas que llevan al sosiego y la paz.
Es importante observar cómo las ocho cualidades de la lista tienen una clara connotación moral. Afectan no sólo mis sentimientos y emociones, sino también mi conducta. El beneficio no es sólo psicológico para mí -relax mental, un efecto ansiolítico-, sino ético, afectará también a los demás. En la medida que yo cultive -«pensar en»- esta lista de virtudes, ello influirá no sólo sobre mi mente, sino también en mis reacciones y en mis relaciones.
El verbo «pensar» en el texto (logizomai) no significa tanto tener en mente o recordar, sino sobre todo «reflexionar, ponderar, sopesar el justo valor de algo para aplicarlo a la vida». De manera que su efecto positivo no es fugaz, como el relax que proporciona un breve rato de meditación trascendental. Va mucho más allá porque afecta a mi vida de forma profunda y duradera. Se convierte en un hábito que moldea mi conducta.

Paz para mí y en paz con los demás: «Una paz que sobrepasa todo entendimiento»

Cuando mi mente se ocupa en pensar el bien -lo bueno- ello tiene unas consecuencias en la vida diaria que se resumen en una sola: la paz. No es por casualidad que, como majestuosa puerta de entrada a todo el pasaje sobre el contentamiento, aparece esta áurea afirmación: «Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones en Cristo Jesús» (Fil. 4:7). No se trata sólo de una paz subjetiva -«me hace sentir bien a mí»- sino también objetiva -se proyecta a mis relaciones con los demás.
El apóstol Pablo destaca tres observaciones sobre esta paz:
  • Su fuente es Dios mismo. No emana de ningún recurso humano, sino de la relación personal con Él a través de Cristo. Hay una relación inseparable entre la paz de Dios y el Dios de paz.
  • Sus efectos beneficiosos alcanzan a toda la personalidad. No sólo la mente, sino también el corazón (implicando las emociones y la voluntad) son guardados por esta paz.
  • Su resultado cardinal es que nos mantiene «guardados» -cobijados- en Cristo Jesús. El verbo usado aquí es un término militar que se aplicaba a los soldados que hacían guardia para proteger -«guardar»- una determinada plaza. La paz de Dios no es tanto un sentimiento como una posición existencial. Pablo mismo describió esta posición con palabras muy hermosas: «Quién nos separará del amor de Cristo? ... Porque estoy seguro de que ninguna cosa creada podrá separarnos del amor de Dios que es en Cristo Jesús Señor nuestro» (Ro. 8:35, 38-39).
Pensar el bien -centrarse en lo bueno- y rehusar odiar es el primer gran antídoto contra el resentimiento. Es el primer paso para transformar el enojo por la ofensa en paz.

Dr. Pablo Martínez Vila


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sábado, 6 de mayo de 2017