Conjunto: "Vocal Grace".
"Por Eso Vino Él"
"Por Eso Vino Él"
No temáis porque he aquí os doy nuevas de gran gozo... os ha nacido hoy un Salvador que es Cristo, el Señor
(Lucas 2:10-11).
Esta es la Navidad más extraña en mucho tiempo. Es una Navidad diferente, triste para muchos que han perdido seres queridos y llena de incertidumbre para todos. El dolor y la ansiedad flotan en el ambiente. Buscamos, necesitamos, alguna buena noticia.
Hace unos días se disparó la euforia en las bolsas; la cercanía de la vacuna levantó el ánimo de la gente. Por fin una buena noticia. Y ciertamente la vacuna nos ayuda a ver más cerca el final del túnel, pero ¿es suficiente?
El escritor irlandés Chesterton comparaba nuestra vida a un círculo con dos partes, el centro y la periferia. En el cristiano el centro está ocupado por el gozo, mientras que la tristeza es periférica; en la persona no creyente (ateo o agnóstico) ocurre a la inversa: la alegría es periférica y la tristeza, el vacío, ocupa el centro. ¿Qué significa ello en la práctica? El creyente puede pasar malos momentos, las circunstancias pueden ser muy duras, pero sabe que toda prueba es “periférica”; en el centro de su vida hay gozo. La persona sin fe, por el contrario, puede pasar buenos momentos, pero en el fondo de su vida persiste el dolor, hay una pena, un vacío.
La alegría por la vacuna o cualquier noticia humana, por buena que sea, pasará porque es periférica. La verdadera buena noticia, la que ocupa el centro del círculo y llena nuestra vida es:
No temáis porque he aquí os doy nuevas de gran gozo... os ha nacido hoy un Salvador que es Cristo, el Señor
. Este es el mensaje de la Navidad.
Vamos a considerar tres aspectos de este gozo de la Navidad respondiendo a tres preguntas:
¿Qué es? El gozo del cristiano tiene una naturaleza distinta y distintiva.
El gozo no es lo mismo que la alegría. La alegría se siente, el gozo se tiene. La alegría es una emoción; el gozo es una actitud ante la vida. La alegría, como todas las emociones, es pasajera, transitoria, depende de las circunstancias y se puede perder; el gozo no te lo puede quitar nadie.
La alegría pertenece al campo de la mente, de la psique. El gozo, por el contrario es un estado del alma, no reside en la mente sino en el corazón.
El gozo es más profundo que la alegría; permanece aún en medio del dolor. Es más, mientras que la alegría se hace fuerte en el bienestar, el gozo se robustece en la prueba. ¡Divina paradoja! Se puede tener gozo en la tristeza. Yo puedo estar llorando y tener, conservar, el gozo porque las lágrimas no apagan el gozo. El gozo sólo lo apaga la amargura, su mayor enemigo.
Por ello hoy, en esta extraña y triste Navidad, sean cuales sean nuestras circunstancias personales, podemos decir: no me siento alegre, pero tengo el gozo del Señor, ese gozo que no viene de dentro sino de arriba. Ello nos lleva a considerar su origen.
¿De dónde viene? ¿Cuál es el origen y la causa del gozo?
Al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo
(Mateo 2:10).
Nuestro gozo va inseparablemente unido a la estrella que brilló el día de la primera Navidad en Belén; no era la estrella en sí sino lo que la estrella significaba: Dios ha venido a este mundo para morir y, por su muerte, darnos vida. Como anunciaba el ángel, Jesús es Salvador y Señor. La causa número uno de nuestro gozo es la salvación, por ello hablamos del gozo de la salvación.
El carácter cristocéntrico del gozo se hace evidente en un detalle muy significativo: la estrecha relación entre las palabras gozo (jara) y gracia (jaris). El gozo es una manifestación práctica de la gracia de Dios. Por ello está por encima de las circunstancias personales y no depende de ellas; no es fruto de un esfuerzo humano, sino del amor divino, no se consigue con ninguna técnica de relajación sino con los recursos que vienen de Dios.
Veamos en más detalle este origen sobrenatural del gozo. El gozo de Cristo fluye hasta nosotros mediante:
regocijaos EN el Señor siempre(Fil. 4:4). Estar en Cristo, unidos a Cristo, es condición indispensable.
Estar en Cristo y dejarnos guiar por el Espíritu Santo es el camino para estar llenos de gozo. Este ha de ser nuestro anhelo y oración.
La estrella que brilló el día de la primera Navidad alcanzará su máximo fulgor un día en el Cielo, aquel día cuando Cristo mismo nos alumbrará con su luz (Ap. 21:23). Ello nos lleva a nuestra última pregunta: ¿Cómo se puede mantener el gozo?
Poco antes de su muerte Jesús preparó a sus discípulos con estas emocionantes palabras: Vosotros ahora tenéis tristeza; pero os volveré a ver, y se gozará vuestro corazón, y nadie os quitará vuestro gozo
(Jn. 16:22).
Con esta formidable promesa de Jesús llegamos al clímax de nuestro tema y al corazón mismo del gozo: el gozo se nutre de esperanza.
El gozo del cristiano se inauguró con la primera venida de Cristo al mundo, la Navidad, y será completo, perfecto, con su segunda venida en gloria, la Parousia. Dos hechos, dos eventos en la Historia de la salvación enmarcan nuestro gozo y son su garantía. Nada ni nadie nos puede quitar este gozo porque no depende de hombres, depende de los hechos salvíficos de Dios, hechos objetivos encarnados en la Historia. Por ello Jesús afirma con énfasis, aunque vosotros estéis tristes, vuestra tristeza se convertirá en gozo
(Jn. 16:20).
El gozo de Cristo requiere una visión adecuada, como los sabios de Oriente que al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo
. Ello nos obliga a poner la mirada en el cielo y no en el suelo. El gozo no viene de dentro, viene de arriba. Los ojos de la fe y no los ojos de la introspección son los que de verdad nos levantan el ánimo.
Esta visión pone la mira en las cosas de arriba, no en las de la tierra
(Col. 3:2). Y fue la visión de Moisés quien tenía puesta la mirada en el galardón... y se sostuvo como viendo al Invisible
(Heb. 11:26-27).
El apóstol Pablo describe esta espera gozosa con una triple actitud: Gozosos en la esperanza, sufridos en la tribulación; constantes en la oración
(Ro. 12:12). ¡Formidable tridente divino que nos permite transitar con fortaleza por los valles de la vida!
El gozo es inseparable de la paz. No es casualidad que el texto que anuncia la Navidad empiece con estas dos palabras: «No temáis...». El gozo y la paz van juntos como cogidos de la mano. El gozo trae paz y la paz aumenta el gozo en un divino feedback.
El orden del relato bíblico en Lucas 2 enfatiza esta asociación: Y repentinamente apareció con el ángel una multitud de huestes celestiales que decían: ¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz!
(Lc. 2:13-14).
Jesús es no sólo Admirable Consejero, Dios Fuerte, y Padre Eterno, también es Príncipe de Paz
(Is. 9:6). Los nombres, reflejo de su identidad, culminan con «Príncipe de Paz».
También las primeras palabras del Jesús resucitado a sus discípulos reunidos fueron: Paz a vosotros... y los discípulos se regocijaron
(Jn. 20:19-26) (hasta tres veces se repitió esta expresión que iba mucho más allá de un saludo de cortesía).
Sí, Jesús trae a nuestra vida una paz y un gozo profundos. Por ello hacemos nuestras las palabras de Teresa de Ávila en un memorable himno, “por nada te acongojes, nada te turbe; venga lo que venga nada te espante”. Este himno empieza precisamente así: “Eleva el pensamiento, al cielo sube”. La mirada al cielo alimenta nuestro gozo y trae paz a nuestra alma.
Los sabios de Oriente al ver la estrella se regocijaron con muy grande gozo
. Pero hicieron algo más: respondieron a la visión con adoración y gratitud. Su experiencia se ha repetido después en miles de personas y nos enseña el camino de la fe: adorar y dar gracias. En palabras de F.F. Bruce, en el Evangelio la teología es gracia y la ética, gratitud
. Esta es la esencia de la fe cristiana.
He aquí os doy nuevas de gran gozo... os ha nacido hoy un Salvador que es Cristo, el Señor
. En esta Navidad te puede faltar la alegría, pero no el gozo, puedes estar ansioso, pero vivir con la paz de Cristo. Deja que esta sea tu experiencia también, deja que Cristo llene de gozo tu vida en esta Navidad. Entonces podrás cantar “Me gozo en Jesús que su trono de luz dejó por comprar mi salud (salvación) en la cruz. ¡Aleluya el Cordero!.”
Pablo Martínez Vila
Copyright © 2020 - Pablo Martínez Vila
Usado con permiso de su autor
www.pensamientocristiano.com
El tema del sufrimiento es una cuestión de perenne actualidad, pues constituye una experiencia común a todos los seres humanos. Sus manifestaciones son muy diversas. Pueden ser de carácter físico (hambre, penuria, enfermedad) o moral (soledad, abandono, dolor causado por injurias o acusaciones injustas, entre muchas otras). De ahí que filósofos, moralistas y maestros religiosos hayan disertado, con mayor o menor acierto, sobre esta faceta oscura y punzante de la experiencia humana. Pocos han sido, sin embargo, los pensadores y los investigadores que con sus ideas o descubrimientos han contribuido a aliviar el dolor moral de quienes sufren. Posiblemente ello se debe a que no se tiene en cuenta un hecho fundamental: es muy fácil hablar -o escribir- sobre el sufrimiento; pero sólo puede esperar algo positivo quien habla desde el sufrimiento. Las disquisiciones teóricas de poco o nada sirven.
Debemos situarnos en el sufrimiento con realismo, con empatía; es decir, poniéndonos en la situación del que padece, como haciendo nuestra su angustia, sus temores, su soledad.
Cuando nos situamos en el sufrimiento con realismo nos enfrentamos con un doble dolor: el del padecimiento en sí y el del misterio que entraña. ¿Por qué el vivir siempre implica sufrir? ¿Por qué? ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Todas las vías de acercamiento al problema plantean dificultades: la de una cosmovisión atea, que sólo ve en el sufrimiento una desgracia fortuita, y la de una cosmovisión teísta, según la cual todo cuanto acontece en el mundo está de algún modo relacionado con Dios.
Esta última nos conduce a la teodicea con sus complicados poblemas. ¿Resultará que la causa de nuestros sufrimientos está en Dios mismo? Sólo con mucha cautela podemos atrevernos a avanzar en busca de luz, siempre partiendo de una aseveración fundamentral: «Las cosas secretas pertenecen a Yahveh, nuestro Dios, mas las reveladas son para nosotros...» (Dt. 29:29). Sería el colmo de las pretensiones pensar que podemos llegar a conocer a Dios sin velos o sombras. Él es infinitamente grande, y nosotros, infinitamente pequeños. ¿Cómo llegar a conocer y entender todo cuanto concierne a su naturaleza, su carácter, sus pensamientos, sus obras? La respuesta de Dios es clara: «Las cosas reveladas son para nosotros». La Biblia es el depósito de su revelación, a sus páginas debemos acudir para empezar a entender. Con humildad debemos escudriñar su contenido, alabando al Señor por todo lo que nos va mostrando, y aceptando lo que excede a nuestra comprensión. Como muy sabiamente indicó G. K. Chesterton: «Los enigmas de Dios son más satisfactorios que las soluciones de los hombres».
Su texto no es una respuesta definitiva al misterio del sufrimiento, pero es una ayuda valiosísima para alentar a los que sufren.
Conviene recordar la experiencia del patriarca. Tras un periodo de prosperidad, sosiego y honra, se ve azotado por crueles golpes de adversidad: pérdida violenta de su ganado y de sus criados, catástrofe familiar que acaba con la vida de sus hijos. Había para hundirse en la desesperación; pero, lejos de esto, mantuvo la serenidad y dejó traslucir lo admirable de su fe. Se afligió, como es normal en todo ser humano, y dio comienzo a un doloroso duelo: «Se levantó, rasgó su manto y rasuró su cabeza; se postró y adoró» (Job. 1:20); pero no se desahogó con aparatosas lamentaciones. Por el contrario, hizo unas declaraciones que han causado admiración en millones de creyentes después de él: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré allá. El Señor dio y el Señor quitó; sea el nombre del Señor bendito» (Job. 1:21). No menos admirable es el comentario de su biógrafo: «En todo esto no pecó Job, ni atribuyó a Dios despróposito alguno» (Job. 1:22).
Las cosas, no obstante, comienzan a enredarse con la comparecencia de tres amigos que habían de irritarle en vez de consolarle como era su deseo. En su opinión, el sufrimiento de Job no es una desgracia fortuita; es castigo divino por algúin gran pecado cometido por Job. Tanto insisten que al final el patriarca llega a pensar que esa conclusión era verdad a medias: Dios mismo, por razones que Job no llega a comprender, se ha puesto en contra de él. De ahí lo acre de su declaración: «El Todopoderoso ha clavado en mí sus flechas y el veneno de ellas me corre por el cuerpo. Dios me ha llenado de terror con sus ataques» (Job. 6:4; Job. 16:12-13). Job, sin embargo, se resiste a aceptar la tesis del castigo. Considera, no sin cierta lógica, que si Dios estuviera a su favor, ningún poder del mundo podría dañarle, pues todo está sujeto a su soberanía. Si todas las potencias destructoras del mundo le atacan es porque Dios mismo le ataca y las usa para destruirle.
Pero Job yerra en sus conclusiones teológicas. El universo, el hombre, la vida, Dios, la providencia, no pueden encajonarse en los estrechos límites de nuestro raciocinio. Ante lo incomprensible de muchos misterios, lo más sabio es mantener nuestros juicios en suspenso, en espera de que lo que ahora no entendemos lo entenderemos en el día de Cristo en su venida (1 Co. 13:9-13).
Elifaz, Bildad y Zofar tenían buenas intenciones, pero estaban encajonados en sus moldes dogmáticos. Algunas de sus afirmaciones eran correctas, pero globalmente erraban los tres «amigos» al insistir en su interpretación de los males de Job: un hombre que tanto sufre ha de haber cometido algún gran pecado que, humillado, debe confesar a Dios. Pero esta conclusión es falsa. El patriarca ha sido siempre un hombre íntegro, piadoso, compasivo, intachable.
Job no entiende el porqué de su calamidad. Los amigos no supieron ser humanos. Fracasaron estrepitosamente en su deseo de consolar al atormentado por el dolor físico y por el misterio de su relación con Dios. Los tres se proponen ser defensores de Dios y se convierten en cómplices de Satanás, el acusador. Carentes de compasión y verdadera sabiduría, caen en la incomprensión, la arrogancia y la intolerancia más detestables. Con esas características mal podían consolar a un hombre tan dolorido y desconcertado como el «varón de Uz». Nada entendían de los efectos devastadores que en el estado de ánimo suele producir el dolor prolongado:
Pero esa situación de sombría y dolorosa incertidumbre no es inevitable. El creyente, pese a sus dudas, puede tener reacciones maravillosas. Fue el caso de Job, quien se situó en cotas de certidumbre si no de comprensión. Sabía que en su justicia, tarde o temprano, Dios le daría la razón, lo justificaría y lo restauraría a una vida apacible y luminosa. A este respecto son admirables las palabras del patriarca en el capítulo 19 del libro: «Yo sé que mi Redentor vive...» (Job. 19:25-27).
¡Cuánto bien pudieron haber hecho Elifaz, Bildad y Zofar si, apeándose de su arrogancia y su intolerancia, se hubiesen acercado a Job con humildad, comprensión y amor! Pero entendían tan poco de psicología pastoral que fracasaron totalmente en su plan inicial de consolar a su amigo. Les faltó lo que todo médico de almas debe tener:
En un mundo plagado de sufrimientos, son benditos quienes administran la consolación y la gracia reparadora de Dios. En el ejercicio de ese ministerio, dos bendiciones se hacen manifiestas: el bien que el consolador hace y el bien que recibe. Quien esto escribe da testimonio de su propia experiencia: «Entre muchos motivos de gozo en el ministerio cristiano, el que me ha producido una satisfacción más profunda ha sido el del contacto pastoral con personas que sufrían intensamente».
Para alcanzar esa cota espiritual, nada nos ayudará tanto como la segunda bienaventuranza expresada por el Señor Jesús en la segunda bienaventuranza del Sermón del Monte: «Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación» (Mt. 5:4).
José M. Martínez
Copyright © Pablo Martínez Vila
Usado con permiso de su autor
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El duelo, puerta de esperanza entre amor y dolor |
Vivir el duelo con consuelo y llorar con lágrimas llenas de esperanza es el propósito de esta entrevista con el Dr. Pablo Martínez Vila. Es nuestro deseo que el lector encuentre en ella el bálsamo que la Palabra de Dios siempre aporta y orientación práctica para afrontar un duelo tan anómalo.
Lloramos con esperanza porque el Cristo resucitado ha hecho posible que llegue el día cuando:
No se pondrá jamás tu sol, ni menguará tu lu
na; porque Jehová te será por luz perpetua, y los días de tu luto serán acabados.
(Isaías 60:20)
Pregunta: ¿Nos podría definir qué existe tras ese sentimiento que llamamos duelo?
Respuesta: El duelo, duele. Hay sobre todo una pena profunda y mucho dolor. No es casualidad que en español la palabra “duelo” está relacionada con dolor. Sin embargo hay un concepto clave que nos ayuda mucho a cambiar nuestra visión negativa, oscura, del duelo. En el duelo no hay solo dolor, hay amor. El duelo es una reacción de amor, es la otra cara del amor. Lloramos porque amamos. Y cuanto mayor sea el amor, más profundo será el dolor. El duelo es el precio pagado en dolor por el final de una relación querida y valiosa.
Ver el duelo como una expresión póstuma de amor es bálsamo que mitiga la pena. Esta visión positiva arroja luz en la oscuridad del luto y nos puede ayudar a crecer como personas. De hecho el duelo nos cambia, nunca más volvemos a ser los mismos.
Pregunta: Entiendo que hay un duelo natural, y un momento en el que el duelo se convierte en un problema en sí mismo. ¿Cómo diferenciarlos?
Respuesta: El duelo es un camino siempre difícil, pero a algunas personas les resulta más difícil que a otras. Esto ocurre cuando el doliente es incapaz de aceptar o de aprender a vivir con la pérdida y los sentimientos que la acompañan. En estos casos el duelo se reprime (duelo ausente), se pospone (duelo aplazado) o se prolonga (duelo crónico). Son las reacciones de pena patológica que suelen acompañarse de alteraciones como ansiedad o depresión.
Hay un criterio bastante fiable para saber cuándo el duelo se está volviendo anormal: la persona es incapaz de volver a la vida cotidiana. El vínculo con el ser querido es tan intenso que no puede librarse de él y, en consecuencia, no puede abordar adecuadamente el presente ni el futuro. Esta sensación de parálisis, de que “mi vida acabó el día que él/ella partió”, es muy indicativo de duelo complicado.
Pregunta: Con la pandemia del coronavirus se ha producido una situación especialmente delicada y terrible: la muerte de seres queridos a pocos metros de distancia sin poder acompañarles en sus últimos instantes. ¿Cómo afecta esto?
Respuesta: Afecta mucho. Éste ha sido uno de los efectos más devastadores de la pandemia desde el punto de vista emocional. El acompañamiento y la despedida en la hora de la muerte son necesidades profundamente arraigadas en la naturaleza humana. Esto es así porque la muerte no es algo natural; la muerte es lo más antinatural que existe. No fuimos creados para morir sino para vivir. Contrariamente a lo que sostienen algunos pensadores como Heidegger, no existimos para morir, sino para vivir. La muerte es un cuerpo extraño en la creación de Dios, en palabras de Pablo, es el postrer enemigo
(1 Co. 15:26).
Por ello el acompañamiento viene a ser como el ungüento que alivia el dolor de la separación. La despedida es la puerta de entrada natural al duelo. Verse privado de esta opción supone un obstáculo que complica el proceso posterior.
La Biblia le da mucha importancia a este aspecto. Algunas de las palabras más hermosas de los patriarcas fueron pronunciadas en estos momentos de despedida. La bendición de Jacob a sus hijos es un buen ejemplo (Génesis 49). Igualmente cuando Pablo se despide de los ancianos de Éfeso pronuncia un mensaje conmovedor e inspirador (Hch. 20:17-38).
Pregunta: Otra circunstancia frecuente ha sido no poder expresar en familia y comunidad estas pérdidas, incluso no poder asistir al sepelio. Es como vivir una muerte virtual, pero que a la vez constatamos que se ha producido por el vacío que deja. ¿Cómo poder afrontar esta situación?
Respuesta: El duelo es una experiencia personal, pero no individual; tiene una dimensión comunitaria imprescindible. Llorar juntos es terapéutico, llorar solos puede ser amargo. Ante todo es conveniente vivir el duelo en familia. El duelo solitario es más proclive a convertirse en un duelo patológico. El creyente, además, tiene otra familia, la familia de la fe, que nos da el calor del amor fraternal. Es en momentos así cuando comprobamos que la iglesia es una comunidad terapéutica. En mi propia vivencia de duelo recuerdo el afecto y el apoyo recibido de los hermanos como una experiencia inolvidable y fuente de mucho ánimo.
En las actuales circunstancias de pandemia no podemos abrazarnos, pero sí podemos apoyarnos a través de los medios que la tecnología nos proporciona (mensajes, video llamadas, teléfono, etc.). Hoy más que nunca podemos hacerle sentir a la persona en duelo que estamos cerca. Estar “conectados” es mucho más que un asunto tecnológico, es una realidad espiritual porque, como cuerpo de Cristo, somos miembros los unos de los otros.
Pregunta: ¿De qué forma la Biblia, como Palabra de Dios, nos ayuda a entender y asimilar no sólo el duelo, sino estas situaciones tan especiales que hemos comentado?
Respuesta: El Evangelio proporciona dos columnas que nos sostienen en la hora del duelo: confianza y esperanza. Nuestra confianza está en que las llaves de la vida y de la muerte le pertenecen sólo a Dios (Ap. 1:18). Ninguno de nosotros será arrancado de esta tierra ni un minuto antes, ni un minuto después de lo que Dios tenga estipulado en su sabia providencia. Como escribí recientemente en un artículo (Un Salmo en la epidemia) la confianza del cristiano radica en la convicción de que no es un virus sino Dios el que marca las horas en el reloj de nuestra vida.
La otra columna es la esperanza. Hay lágrimas llenas de esperanza y hay lágrimas llenas de desesperación. Los cristianos también lloramos, pero nuestras lágrimas están llenas de la esperanza que nos da Cristo. Jesús no es el hombre débil clavado en una cruz que Nietzsche ridiculizó, sino Aquel que se levantó con poder de la tumba y venció a la muerte con su resurrección. Ésta es la esperanza inconmovible, el ancla segura de nuestra fe: porque Cristo ha resucitado, nosotros también resucitaremos (Ro. 8:11). Por ello Pablo exclama victorioso ¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?, ¿Dónde, oh sepulcro, tu victoria?
(1 Co. 15:55).
Pregunta: Muchos pastores y personas que han vivido estos duelos extraños se preguntan cómo ayudar o apoyar para quienes han sufrido la pérdida de un ser querido. ¿Qué les aconsejaría?
Respuesta: Las personas en duelo durante esta pandemia sufren un plus de dolor por la soledad y el aislamiento ya mencionados. Además, la pena queda multiplicada porque “todo ocurre muy rápido”, los acontecimientos se aceleran sin tiempo para asimilarlos. Por todo ello su mayor necesidad es sentirse acompañados y amados. Ahí está la esencia del consuelo.
¿Cómo hacerlo? En el consuelo sobran los discursos y se necesitan gestos de amor. El gesto de amor es mucho más alentador que la palabra elocuente. Un principio de oro para acompañar al doliente es “habla poco, escucha mucho y ayuda todo lo que puedas”.
Pregunta: Algún aspecto más que considere relevante comentar...
Respuesta: Consolaos, consolaos
, pueblo mío
(Is. 40:1). Así empieza el primero de los cánticos del Siervo Sufriente y así empieza el “Mesías de Hándel”. ¡Impresionante nota inaugural! Las dos primeras palabras de Dios para anunciar la venida del Mesías son palabras poderosas de consuelo. No es casualidad. Dios consuela dando esperanza.
Este sublime texto de Isaías nos muestra la estrecha relación entre el consuelo y la esperanza. Dar esperanza es consolar. Por ello a la resonante proclamación inicial -Consolaos, consolaos, pueblo mío
- le sigue el anuncio profético del Mesías. No hay solución de continuidad. Con la venida de Cristo al mundo se le ponía fecha de caducidad a la muerte y al sufrimiento. ¿Puede haber una esperanza mayor?
El consuelo que llega al corazón, el auténtico consuelo, es inseparable de la persona y la obra de Cristo. La respuesta última al dolor del duelo está en el dolor del Siervo Sufriente. Con su muerte venció a la muerte (Heb. 2:14-15) y nos abrió la puerta de la Esperanza con mayúscula, la esperanza de un día cuando enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porqu
e las primeras cosas pasaron
(Ap. 21:4).
Sí, hay consuelo en esta dura época de pandemia que nos toca vivir. Es el fortísimo consuelo
dado a los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como firme y segura ancla del alma
(Heb. 6:18-19).
Pablo Martínez Vila
Copyright © Pablo Martínez Vila
Usado con permiso de su autor
www.pensamientocristiano.com
Entrevista publicada originalmente en el periódico “Protestante Digital”.
El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente.(Sal. 91:1-2)
Diré yo a Jehová: Esperanza mía, y castillo mío; mi Dios, en quien confiaré.
Con sus plumas te cubrirá, y debajo de sus alas estarás seguro.(Sal. 91:4)
Él te librará del lazo del cazador, de la peste destructora, escudo y adarga es su verdad. No temerás... ni a la pestilencia que ande en oscuridad, ni a mortandad que en medio del día destruya... No te sobrevendrá mal, ni plaga tocará tu morada.(Sal. 91:3-6, 10)
Pues a sus ángeles mandará acerca de ti, que te guarden... en las manos te llevarán, para que tu pie no tropiece en piedra(Sal. 91:11-12). Usar mal las promesas de la protección divina es una tentación vigente hoy. ¡Cuidado con la súper espiritualidad y la súper fe! Puede ser una forma de tentar a Dios como nos enseña la contundente respuesta de Jesús a Satanás:
No tentarás al Señor tu Dios(Mt. 4:7). Confiar en Dios no nos exime de actuar de forma responsable y sabia.
Por cuanto en mí ha puesto su amor, yo también lo libraré; le pondré en alto, por cuanto ha conocido mi nombre. Me invocará, y yo le responderé; con él estaré yo en la angustia; lo libraré y le glorificaré.(Sal. 91:14-15)
Dios le libró de todas sus tribulaciones(Hch. 7:10), y sin embargo el patriarca tuvo que pasar por muchos valles de sombra y de muerte. Dios no le evitó la prueba, pero le rescató de ella. Como dijo Spurgeon,
es imposible que ningún mal acontezca a los que son amados por Dios. La fe no garantiza la ausencia de la prueba, pero sí la victoria sobre la prueba. El apóstol Pablo desarrolla esta idea de forma majestuosa en el cántico de Romanos 8:28-39:
en todas estas cosas (pruebas) somos más que vencedores por medio de aquel que nos amó, Cristo(Ro. 8:37).
si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros?(Ro. 8:31). Este salmo no es una promesa de completa inmunidad, sino una declaración de plena confianza. Confianza en la protección de Dios expresada de tres maneras.
Caerán a tu lado mil y diez mil a tu diestra; mas a ti no llegará(Sal. 91:7). Nada sucede si Él no lo permite, como vemos tan vívidamente en la experiencia de Job. Esta promesa viene ratificada por el Señor Jesús mismo:
¿No se venden dos pajarillos por un cuarto? Con todo, ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre. Pues aun vuestros cabellos están todos contados. Así que, no temáis; más valéis vosotros que muchos pajarillos.(Mt. 10:29-31) (Ver también Lc. 12:6-7).
Mi Dios en quien confiaré(Sal. 91:2).
por cuanto ha conocido mi nombre(Sal. 91:14). Tal conocimiento le lleva a enamorarse de Él -
en mí ha puesto su amor(Sal. 91:14)- y se establece una relación estrecha. Ahí tenemos, por cierto, el meollo de la fe cristiana: es la confianza que nace de una relación de amor, la certeza de que el Amado no me va a fallar porque
Él (Dios) es fiel”.
Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.(Mt. 28:20)