Tenga a mano su Biblia para respaldar con los versículos la lectura de este artículo.
¡Dios le bendiga!
Las relaciones humanas.
¿Mayordomos o esclavos? (II)
Concluíamos
la primera parte de este artículo afirmando que no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto de nosotros, sino por amor a Cristo. Ésta debe ser la motivación central en nuestro servicio a los demás.
Consideraremos ahora algunos aspectos prácticos de la mayordomía de nuestras relaciones. Para ello necesitamos responder a una cuestión básica: ¿Por qué necesito a mi prójimo? ¿De dónde surge nuestra necesidad de relaciones significativas? La respuesta a esta pregunta nos va a proporcionar el marco de referencia, el modelo necesario para una buena práctica.
«Ningún hombre es una isla». Las relaciones según el modelo de la Trinidad
La famosa frase del poeta John Donne «ningún hombre es una isla» refleja una realidad profundamente arraigada en el ser humano. Todos tenemos necesidad de relacionarnos porque Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Las relaciones humanas son una consecuencia del sello divino en nosotros. Dios existe en forma plural, como bien observamos en el relato de la creación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (
Gn. 1:26). Ello constituye una característica distintiva del cristianismo, la única religión monoteísta donde Dios aparece en forma plural. Es un argumento más para defender la singularidad de la fe cristiana ante la idea tan en boga hoy de que «todas las religiones son iguales».
Desde un buen principio Dios se revela como el ser relacional por excelencia. Sus relaciones tienen una doble dimensión y ello va a constituir
el modelo de nuestras propias relaciones. Por un lado, se relaciona con las otras personas de la Trinidad. En
Juan 15, por ejemplo, hay una preciosa descripción de la relación perfecta, armónica, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, además, Dios entra en relación con el hombre. Esta segunda dimensión se hace evidente en el nombre dado al Hijo, «la Palabra, el Verbo» (
Jn. 1:1) que es el instrumento de relación y de comunicación por excelencia. Cuando Dios crea al ser humano, pone en su corazón esta misma necesidad de relación bidireccional. Por un lado, siente el anhelo de contacto con un Tú superior, con la divinidad. De ahí el profundo y misterioso «impulso religioso» que reconocen todos los estudiosos del comportamiento humano, hasta los más escépticos. Es la «sed de Dios» descrita por el salmista (
Sal. 42:1-2). Por otro lado, la necesidad de relacionarse con otro «tú» (en minúscula), el prójimo: «No es bueno que el hombre esté solo, le daré pues ayuda idónea». Todos los psicólogos y antropólogos reconocen la necesidad básica de amar y ser amado como uno de los pilares de la felicidad humana.
Así pues, esta necesidad doble -de trascendencia, la sed de Dios, y de amor humano- nos recuerda nuestro origen divino como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Quizás algún día la ciencia llegue a explicar con todo detalle la biología de nuestras relaciones, es decir qué ocurre en nuestro cerebro cuando amamos y disfrutamos, por ejemplo, de una buena amistad. La ciencia nos explicará el cómo, pero sólo la palabra de Dios nos responde al para qué y el por qué ningún ser humano «puede ser una isla».
La practica de la mayordomía
En la primera parte del artículo decíamos que la fidelidad constituye el requisito básico del mayordomo según el modelo bíblico. En la práctica, ¿qué significa esto? ¿Cómo puedo ser un mayordomo fiel de sus relaciones? El modelo de la Trinidad, la forma cómo las tres personas divinas se relacionan entre sí nos marca el camino. Por supuesto, ¡la comparación es imperfecta y limitada porque nosotros no somos Dios! Pero este sello divino antes descrito y la presencia de Cristo en cada creyente mediante el Espíritu Santo nos permiten trazar paralelos muy enriquecedores. Al considerar el modelo de la Trinidad vemos tres ingredientes fundamentales que definen una relación adecuada.
La prioridad del ser
Una de las frases más usadas para resumir una relación es: «ha sido muy bueno conmigo», o bien al revés, «me ha hecho mucho daño». La forma de ser del otro, su carácter, es lo que deja la huella más profunda en nosotros, lo que más recordaremos.
Observemos cómo en la parábola de los talentos el Señor elogia, ante todo, virtudes y valores del carácter: «bueno» y «fiel». Los resultados del trabajo de aquellos siervos, aun siendo importantes, quedan relegados a un lugar secundario. A Dios le importa más el
cómo somos y vivimos que nuestros logros. El «hacer» tiene su lugar, pero no antes del ser y, como veremos luego, del «estar con». Este orden de prioridades es esencial en cualquier mayordomía que contenga un ingrediente de amor, ya sea con la esposa –amor conyugal- o con los hermanos en la iglesia, -amor fraternal. Ello es un reflejo de lo que ocurre en nuestra relación con Dios: la meta primera es la forja de un carácter, «que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo» (
Ro. 8:29). No debe ser casualidad que la descripción primera que se hace de Jesús es que «era el Verbo» (
Jn. 1:1). Alude a su esencia, el ser, para describir después lo que hizo (
Jn. 1:9-18).
Este principio tiene una consecuencia práctica importante. El éxito o el fracaso en mis relaciones no se debe medir, en primer lugar, por lo que hago por ellos –actividades- sino por mis actitudes, cómo soy con ellos. Ser un buen mayordomo no es, ante todo, un asunto de tener más o menos tiempo para dedicar a la esposa, los hijos, los amigos o los hermanos en la iglesia. La calidad de nuestras relaciones no es un asunto de agenda o de reloj. Dos personas pueden estar juntas y, sin embargo, sentirse muy lejos la una de la otra. Todo lo que hagamos por los demás debe venir precedido y rubricado por un trato afable, un carácter lleno del fruto del Espíritu. Este es el mejor regalo que podemos darle a una persona. De hecho, uno de los mayores elogios que alguien nos puede hacer es: «Gracias por ser como eres».
Un personaje bíblico, Bernabé, nos ilustra muy bien este principio. Su mismo nombre apela a un rasgo precioso de su forma de ser: «hijo de consolación». Su contribución mayor a la Iglesia Primitiva no vino dada tanto por sus actividades -viajes misioneros, ministerio en la iglesia de Jerusalén, etc.-, sino por su carácter conciliador y consolador. Estas virtudes fueron la clave que facilitó el trascendental encuentro del recién convertido Saulo con los atemorizados discípulos que recelaban de él. La aportación más importante de Bernabé a la Iglesia tuvo que ver, ante todo, con su carácter lleno del fruto del Espíritu Santo.
La importancia de «estar al lado de»
Después del ser viene el estar. La segunda forma práctica de ser fiel como mayordomo de mis relaciones consiste en estar con, estar al lado de mi prójimo. También esta faceta es un reflejo del modelo de la Trinidad. Se corresponde con el ministerio del Espíritu Santo en el creyente; él es el Paracleto, cuya función es confortar y guiar. La palabra aplicada a esta acción del Espíritu Santo -parakaleo- es muy rica en matices; significa a la vez cuidar, estar al lado de, confortar, consolar, preocuparse por. El vocablo equivalente en latín sería curar. De ahí surge el concepto de cura de almas, tarea primordial en la vida de cualquier iglesia y meta del mayordomo fiel. Cuidar a mi prójimo, a mi esposa, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano en la iglesia, implica estar junto a, estar presente (de ahí deriva la palabra «asistir»). Un ingrediente esencial del cuidar es la cercanía. No se trata sólo de una cercanía física, sino sobre todo emocional. Se puede transmitir aun estando físicamente lejos. Por ello una llamada por teléfono, una carta, un regalo, un mensaje, una tarjeta postal nos hacen exclamar: «gracias por estar a mi lado, te he sentido cerca».
Esta faceta es especialmente valiosa y apreciada en los momentos de gozo y de sufrimiento. «Llorar con los que lloran y gozar con los que se gozan» (
Ro. 12:15) es una de las mejores formas de ser un mayordomo fiel en las relaciones. Nuestra sola presencia al lado de alguien que sufre, del atribulado por una pérdida, del que tiene sed o hambre, está en la cárcel o está desnudo (
Mt. 25:31-40) es un regalo precioso no sólo para la persona, sino para el Señor mismo: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis» (
Mt. 25:40). ¡Impresionante privilegio!
Cuando el creyente practica esta forma de mayordomía está imitando y aplicando la labor del Espíritu Santo. Y esta tarea, además, la realiza con Su poder. Ahí radica la diferencia entre una preocupación meramente humanitaria o social por los demás, tarea que puede realizar cualquier persona de buen corazón, y la labor de pastoreo mutuo dentro del cuerpo de Cristo, la Iglesia, que sólo se puede realizar bajo la dirección y el poder del Consolador por excelencia. Cualquier ONG puede cuidar al necesitado; sólo el creyente puede hacer «cura de almas» porque tiene al Espíritu Santo, el cuidador divino.
También aquí encontramos ejemplos bíblicos de hombres modestos, ocupando un lugar secundario en comparación con los apóstoles, pero cuyo ministerio de consolar y cuidar fue clave en la consolidación de las iglesias nacientes. Ya hemos considerado a Bernabé. Tenemos a Tíquico, a quien Pablo envió a los colosenses para que «conforte vuestros corazones» (
Col. 4:8). Pablo dice acerca de Filemón: «Pues tenemos gran gozo y consolación en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos» (
Flm. 1:7). Parecido ministerio ejerció Epafrodito a quien Pablo se refiere como «ministrador de mis necesidades». Lo más hermoso es la manera como Pablo describe a continuación el efecto benéfico que la presencia de Epafrodito iba a tener entre los filipenses: «Así que le envío con mayor solicitud, para que al verle de nuevo os gocéis, y yo esté con menos tristeza. Recibidle, pues, en el Señor con todo gozo y tened en estima a los que son como él» (
Fil. 2:28-29). ¡Cómo necesitamos de Epafroditos en la Iglesia hoy!
Amar implica servir y soportar
El amor es la tercera característica de un mayordomo fiel. Pero, ¿qué significa amar? El amor
ágape tiene dos grandes dimensiones. (Para un estudio más amplio del tema recomendamos el pasaje de
Col. 3:1-17, excelente catálogo práctico del amor en la iglesia). Por un lado, tiene una dimensión
activa que implica dar, servir, entregarse. Después del
ser y del
estar al lado de entramos ahora en el
hacer. Ello supone tomar la iniciativa, dar el primer paso. El cántico del amor por excelencia (
1 Co. 13) no es tanto un poema romántico como un catálogo de actitudes que retratan al amante maduro. Así, el segundo rasgo apela al servicio: «El amor es servicial» (
1 Co. 13:4, versión Reina Valera 1977). El servicio supone estar dispuesto, si hace falta, a ceñirse la toalla y lavar los pies de mi prójimo. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer por ti? El Señor Jesús la resumió en la llamada regla de oro: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (
Mt. 7:12). Esta demanda es mucho más difícil que el refrán «no quieras para los demás lo que no quieras para ti». La frase popular se centra en lo negativo y es pasiva –evitar algo. El ágape de Jesús, por el contrario implica dar el primer paso, es activo.
El amor, sin embargo, tiene una segunda dimensión que –de nuevo- nos lleva al terreno de las actitudes. Acabamos de ver su faceta activa –hacer por-, pero los actos de amor deben siempre ir acompañados de actitudes de amor. He aquí algunos ejemplos:
«Vestios, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestios de amor, que es el vínculo perfecto» (
Col. 3:12-14).
Esta descripción del amor nos sorprende por su realismo. Decíamos al principio que las relaciones humanas son muy complicadas y frágiles. Pablo lo sabía bien y por ello empieza el mencionado cántico del amor de
1 Co. 13 con una paradoja sorprendente: «el amor es sufrido». El amor maduro ha aprendido a soportar, a tener paciencia, a perdonar.
La vinculación entre amor y sufrimiento –«el amor es sufrido»- se hace muy evidente en la relación de las diversas personas de la Trinidad con el ser humano. El Dios Padre «...se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra y le dolió en su corazón» (
Gn. 6:6). Asimismo son innumerables los pasajes en que vemos cómo el corazón de Dios «se conmueve y se inflama toda su compasión» (
Os. 11:8). Del Espíritu Santo se dice que «intercede por nosotros con gemidos indecibles» (
Ro. 8:26). Y ¿qué diremos del Señor Jesús, «varón de dolores, experimentado en quebranto» por amor a cada uno de nosotros? Sí, «el que ama llora y el que no llora es que no ama», como bien señaló el teólogo japonés Kitamori, un destacado estudioso del tema del sufrimiento de Dios.
Debemos concluir, volviendo al pensamiento inicial: las relaciones humanas son una fuente inmensa de gozo, pero, a veces, también de decepción y de desaliento. El mayordomo fiel que busca darse a los suyos experimentará en algún momento de su vida la frustración del apóstol Pablo cuando afirmó de los corintios: «Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más sea amado menos» (
2 Co. 12:15). El antídoto contra el desaliento radica en tener los «ojos puestos en Jesús» (
Heb. 12:2) quien nos ha prometido que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa» (
Mt. 10:42).
Pablo Martínez Vila
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