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martes, 25 de diciembre de 2018

"Música Especial de Adoración"

Para que adoremos durante este tiempo especial...
¡Dios les bendiga!

                             
                                                                    "Twice Música"

lunes, 24 de diciembre de 2018

Navidad: la celebración de una historia “increíble”

Tome su Biblia y acompáñenos en esta lectura devocional.


Navidad: la celebración de una historia “increíble”

Tres frases que se corresponden con tres nombres nos muestran la esencia de la Navidad. Son la clave para entender esta fiesta y la razón de su verdadera alegría:
  • «He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo»: María (v. 23)
  • «Y llamarás su nombre Jesús» (v. 21)
  • «Y llamarás su nombre Emanuel» (v. 23)


1. María: un milagro creíble

«He aquí una virgen concebirá y dará a luz un hijo» (Mt. 1:23)
La historia de la Navidad empieza con un milagro. Hay un elemento sobrenatural a creer. Al igual que con otros puntos vitales del Evangelio, la fe es el primer paso para entender la Navidad.
Aparentemente increíble. El relato de una virgen que concibe un hijo suscita una fácil reacción de parodia por parte de la gente. ¿Cómo puede una virgen quedar embarazada? Nos reímos y rechazamos como no creíble todo lo que escapa a nuestra comprensión. Necesitamos racionalizar el misterio. Ciertamente el relato nos crea preguntas, pero son secundarias e innecesarias para entender el texto. El énfasis del pasaje no está en lo misterioso –una virgen que concibe- sino en lo glorioso, Jesús nace por obra directa del Espíritu divino, frase repetida dos veces (v. 18 y v. 20). El meollo del relato radica en la acción directa del Espíritu Santo, no en la virginidad de María.
El asunto de fondo. Así pues, lo que está en juego al creer o rechazar el nacimiento virginal de Jesús es la omnipotencia y la soberanía divinas. Dios da la vida dónde, cuándo y cómo Él quiere. Por esta razón la concepción sobrenatural de Jesús es importante, tan importante que forma parte de las doctrinas del Credo Apostólico. La pregunta clave no es: ¿Cómo es esto posible?, sino «¿Hay algo imposible para Dios?» (Lc. 1:37).
Una fe sin misterios ya no es fe. Sí, en el texto hay misterio, pero hay mucha más luz que misterio. Las personas encuentran en el misterio de lo sobrenatural una excusa para no creer, pero el misterio también puede ser un estímulo de la fe. Una fe sin misterios, dejaría de ser fe. La fe contiene elementos velados y elementos revelados. Centrarnos en los velados -los secretos de Dios- nos impedirá comprender los aspectos revelados, la gran luz del Evangelio.
La Navidad empieza con un test que pone a prueba nuestra fe. ¿Estoy dispuesto a creer que para Dios no hay nada imposible? Entonces creeremos en el milagro de la concepción virginal de Jesús. Si aquí fallamos, tampoco creeremos en el resto de hechos sobrenaturales de la vida de Cristo, resurrección incluida. La vida de Jesús se mueve constantemente en el milagro. Una fe sin milagros nos lleva a un Jesús humano que nos deja un Evangelio humanista, sin ningún poder.
Así pues, la Navidad nos recuerda, en primer lugar, el poder de Dios.

2. Jesús: un salvador necesario

«Y llamarás su nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt. 1:21)
El segundo nombre, Jesús, nos revela el propósito de la Navidad: es para salvación y constituye el siguiente paso si queremos entender bien su significado. La Navidad nos recuerda que necesitamos un Salvador.
La salvación es el eje alrededor del cual gira toda la vida de Jesús hasta tal punto que el nombre Jesús significa Salvador. ¿De qué nos ha de salvar Jesús? En el evangelio de Lucas se nos amplía en qué consiste esta salvación. Zacarías, «lleno del Espíritu Santo, profetizó diciendo: ...Y tú, niño, profeta del Altísimo, serás llamado para conocimiento de salvación a su pueblo... para perdón de sus pecados». (Lc. 1:77).
La salvación de Jesús aparece inseparablemente unida al perdón. ¿Por qué? No tiene un sentido social -la liberación política del yugo romano-, ni siquiera emocional, la capacidad para ser feliz en esta vida. Es mucho más profunda: «Jesús salvará a su pueblo de sus pecados (mis pecados)» (Mt. 1:21). Para Jesús, la salvación no consistía en erradicar los grandes males sociales de su época –pobreza, hambre, discriminación, violencia, etc.-, ni tampoco en aliviar problemas personales. Todo ello va implícito en el mensaje del Evangelio, pero es la consecuencia de la fe, no su razón de ser ni su propósito. La salvación de Jesús es un fenómeno personal y moral con implicaciones sociales y emocionales, pero no a la inversa.
Ahora bien, el perdón requiere confesión de pecados. ¡Qué importante es comprender esta necesidad hoy! Nuestra sociedad vive miope a su realidad moral, sufre una anestesia moral de trágicas consecuencias. Los conceptos de culpa y pecado hoy han quedado obsoletos. Nada es pecado, todo depende de la sinceridad y la intención con que se realiza un acto. La cauterización de la conciencia de nuestros contemporáneos les impide ver la profundidad del pecado en que viven, pero esta miopía no les libra de responsabilidad ante Dios. Aunque no lo sintamos, todos necesitamos perdón y salvación.
La Navidad es alegría y celebración, pero su mensaje esencial nos recuerda que hay un asunto trascendental por arreglar: mi salvación eterna. De todos los regalos que podamos recibir en estas fechas, uno sobresale por su importancia: el perdón de mis pecados. Lo que hay en juego es la reconciliación con Dios y, en consecuencia, mi destino eterno.
Los tres peldaños de la escalera al Cielo. Podemos resumir lo dicho hasta aquí con una ilustración. El camino que nos lleva a Dios, la escalera al Cielo tiene tres peldaños:
  • Convicción de pecado. La conciencia de pecado nos lleva a la
  • necesidad de perdón que sólo se puede lograr en
  • la mirada de fe a la cruz, donde Cristo muere por el Pecado y por mis pecados
Si los dos primeros peldaños implican una mirada arrepentida a nuestro corazón, el tercero requiere una mirada de fe a Cristo y su sacrificio redentor. El último de estos peldaños es el que vino a poner Jesús con su venida a este mundo. La historia de la Navidad empieza en un pesebre, pero acaba y culmina en la cruz. La Navidad no sería completa sin alzar los ojos a la cruz. Podemos aplicar el conocido texto de Hebreos a la Navidad y decir: celebrémosla «puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe...» (Heb. 12:2).
En segundo lugar, pues, la Navidad nos recuerda el amor de Dios.

3. Emanuel: un Dios cercano

«Y llamarás su nombre Emanuel» (Mt. 1:23)
El clímax del pasaje y de la Navidad lo tenemos aquí, en el nombre Emanuel, Dios con nosotros. Si antes veíamos cómo Dios está por nosotros proveyendo una salvación necesaria, ahora descubrimos cómo también está con nosotros. Dios mismo ha bajado a este mundo, ¡gran misterio, pero a la vez extraordinaria realidad! La profecía de Zacarías en el evangelio de Lucas lo expresa con belleza: «Por la entrañable misericordia de nuestro Dios, nos visitará desde lo alto un amanecer para dar luz sobre los que están sentados en oscuridad y sombra de muerte» (Lc. 1:78-79).
Estamos ante un hecho extraordinario porque el Dios creador, todopoderoso, se ha hecho cercano, nos ha visitado. Esta combinación perfecta entre la majestad de Dios y su cercanía –trascendencia e inmanencia- es exclusiva de la fe cristiana, no la encontramos en ninguna otra religión. La clave radica en la preposición con. Esta pequeña palabra describe y define de forma inmejorable el mensaje de la Navidad y la esencia del Evangelio. Encierra la clave distintiva del cristianismo respecto a cualquier religión. En las religiones paganas la relación entre los dioses y el ser humano se define con una preposición muy diferente: contra. Los dioses están contra los hombres y para aplacar su ira hay que hacer todo tipo de sacrificios. Incluso en el budismo, tan popular en ciertos círculos en Europa hoy, la relación hombre–dios se describe mejor con la preposición ante. Buda es un dios tranquilo, pero lejano, está ante (delante de) los hombres, pero no con ellos. La imagen de Buda con los brazos cruzados, los ojos cerrados, expresión rígida en la cara y una sonrisa hierática nos transmite la idea de un dios frio que, en el mejor de los casos, contempla al ser humano desde la distancia y de forma impasible.
¡Qué impresionante la diferencia entre Jesús y Buda! El Dios que está por nosotros proveyendo una salvación tan grande está también con nosotros haciéndose hombre. Jesús y Emanuel son inseparables y nos revelan lo más esencial del carácter de Dios, su amor. Sí, Dios siempre ha querido que su relación con el hombre sea una relación voluntaria de amor y no una imposición. Y en una relación de amor el mayor y mejor regalo es la presencia del ser amado a nuestro lado. Por ello, la Navidad es, como profetizó Zacarías, el amanecer, la aurora de un día luminoso que culminará cuando «el Sol de justicia» (Mal. 4:2), Jesucristo, reinará por siempre. No es extraño que uno de los textos más conocidos de la Biblia empiece así: «De tal manera amó Dios a este mundo, que envió a su Hijo...» (Jn. 3:16).
Por tanto, en tercer lugar, la Navidad nos recuerda la cercanía de Dios.

Conclusión: la Navidad es una historia que nos cambia la vida

El Emanuel, el Dios que se hizo carne y vino a morar con nosotros cambia nuestra perspectiva de la vida en todos los sentidos. Nos abre los ojos a un paisaje totalmente nuevo aquí en esta tierra y allá en el más allá. Por ello, aún en momentos de tribulación, cuando nos preguntamos perplejos: ¿Dónde está Dios?, alzamos los ojos de la fe al cielo y afirmamos llenos de confianza: Él está aquí a mi lado e intercede por mí (Ro. 8:34Heb. 4:16). Sí, el mismo Dios que estuvo en esta tierra y sufrió todo lo que nosotros podamos sufrir (Heb. 2:17-18Heb. 4:15), está por mí y conmigo ahora.
Dios está por nosotros y con nosotros. ¿Puede haber un mensaje de aliento mayor? Ahí está la verdadera alegría de la Navidad, el motivo central de nuestra celebración. Por esta razón cuando los magos de oriente vieron la estrella en el cielo, señal del nacimiento de Jesús, «se regocijaron con muy grande gozo» (Mt. 2:10).
Nosotros hacemos lo mismo porque en la Navidad recordamos y celebramos el poderel amor y la cercanía de Dios.
                                       
                                  Pablo Martínez Vila
                                   
                                            www.pensamientocristiano.com

                                                (Usado con permiso del autor)

¡Gloria a Dios por su eterno amor!

¡Gloria a Dios por su eterno amor!


¡Feliz Navidad !

¡Feliz Navidad para todos nuestros lectores, doquiera se encuentren!
¡Dios les bendiga!


domingo, 28 de octubre de 2018

Memorizando las escrituras.

No es difícil ejercitar la memoria si se lo propone,
 y más, si son las sagradas escrituras.
¡Le animamos!
¡Dios le bendiga!



Memorizando las Escrituras


Seguimos memorizando las escrituras. 
 ¿Usted ha memorizado uno de estos versículos?
¡Le animamos a hacerlo!
¡Dios le bendiga!








sábado, 15 de septiembre de 2018

Memorizando las Escrituras

¡Vamos alentadas a memorizar de Salmos capítulo 19, el versículo 5 !
Ya vamos casi por la mitad del camino, espero que su memoria esté activa para recibir el valioso alimento de la palabra de Dios.


¡Dios le bendiga!



viernes, 14 de septiembre de 2018

Memorizando las Escrituras

¿Cómo va su memorización?
Hoy nos toca memorizar en el  Salmos capítulo 19, el versículo 4.
Tiene cuatro versículos que dar de memoria a su compañera de desafío.


¡Dios le bendiga!


jueves, 13 de septiembre de 2018

Memorizando las Escrituras

Continuamos con la memorización del Salmos 19, versículo 3.
No olvide acudir a su compañera para que la escuche y se puedan asistir mutuamente. 


¡Dios le bendiga!



¿Mayordomos o esclavos? Parte II

Tenga a mano su Biblia para respaldar con los versículos la lectura de este artículo.
¡Dios le bendiga!



Psicología y Pastoral / Familia y Relaciones Personales

Las relaciones humanas. 

¿Mayordomos o esclavos? (II)

Concluíamos la primera parte de este artículo afirmando que no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto de nosotros, sino por amor a Cristo. Ésta debe ser la motivación central en nuestro servicio a los demás.
Consideraremos ahora algunos aspectos prácticos de la mayordomía de nuestras relaciones. Para ello necesitamos responder a una cuestión básica: ¿Por qué necesito a mi prójimo? ¿De dónde surge nuestra necesidad de relaciones significativas? La respuesta a esta pregunta nos va a proporcionar el marco de referencia, el modelo necesario para una buena práctica.

«Ningún hombre es una isla». Las relaciones según el modelo de la Trinidad

La famosa frase del poeta John Donne «ningún hombre es una isla» refleja una realidad profundamente arraigada en el ser humano. Todos tenemos necesidad de relacionarnos porque Dios nos ha hecho a su imagen y semejanza. Las relaciones humanas son una consecuencia del sello divino en nosotros. Dios existe en forma plural, como bien observamos en el relato de la creación: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn. 1:26). Ello constituye una característica distintiva del cristianismo, la única religión monoteísta donde Dios aparece en forma plural. Es un argumento más para defender la singularidad de la fe cristiana ante la idea tan en boga hoy de que «todas las religiones son iguales».
Desde un buen principio Dios se revela como el ser relacional por excelencia. Sus relaciones tienen una doble dimensión y ello va a constituir el modelo de nuestras propias relaciones. Por un lado, se relaciona con las otras personas de la Trinidad. En Juan 15, por ejemplo, hay una preciosa descripción de la relación perfecta, armónica, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pero, además, Dios entra en relación con el hombre. Esta segunda dimensión se hace evidente en el nombre dado al Hijo, «la Palabra, el Verbo» (Jn. 1:1) que es el instrumento de relación y de comunicación por excelencia. Cuando Dios crea al ser humano, pone en su corazón esta misma necesidad de relación bidireccional. Por un lado, siente el anhelo de contacto con un Tú superior, con la divinidad. De ahí el profundo y misterioso «impulso religioso» que reconocen todos los estudiosos del comportamiento humano, hasta los más escépticos. Es la «sed de Dios» descrita por el salmista (Sal. 42:1-2). Por otro lado, la necesidad de relacionarse con otro «tú» (en minúscula), el prójimo: «No es bueno que el hombre esté solo, le daré pues ayuda idónea». Todos los psicólogos y antropólogos reconocen la necesidad básica de amar y ser amado como uno de los pilares de la felicidad humana.

Así pues, esta necesidad doble -de trascendencia, la sed de Dios, y de amor humano- nos recuerda nuestro origen divino como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Quizás algún día la ciencia llegue a explicar con todo detalle la biología de nuestras relaciones, es decir qué ocurre en nuestro cerebro cuando amamos y disfrutamos, por ejemplo, de una buena amistad. La ciencia nos explicará el cómo, pero sólo la palabra de Dios nos responde al para qué y el por qué ningún ser humano «puede ser una isla».

La practica de la mayordomía

En la primera parte del artículo decíamos que la fidelidad constituye el requisito básico del mayordomo según el modelo bíblico. En la práctica, ¿qué significa esto? ¿Cómo puedo ser un mayordomo fiel de sus relaciones? El modelo de la Trinidad, la forma cómo las tres personas divinas se relacionan entre sí nos marca el camino. Por supuesto, ¡la comparación es imperfecta y limitada porque nosotros no somos Dios! Pero este sello divino antes descrito y la presencia de Cristo en cada creyente mediante el Espíritu Santo nos permiten trazar paralelos muy enriquecedores. Al considerar el modelo de la Trinidad vemos tres ingredientes fundamentales que definen una relación adecuada.

La prioridad del ser

Una de las frases más usadas para resumir una relación es: «ha sido muy bueno conmigo», o bien al revés, «me ha hecho mucho daño». La forma de ser del otro, su carácter, es lo que deja la huella más profunda en nosotros, lo que más recordaremos.
Observemos cómo en la parábola de los talentos el Señor elogia, ante todo, virtudes y valores del carácter: «bueno» y «fiel». Los resultados del trabajo de aquellos siervos, aun siendo importantes, quedan relegados a un lugar secundario. A Dios le importa más el cómo somos y vivimos que nuestros logros. El «hacer» tiene su lugar, pero no antes del ser y, como veremos luego, del «estar con». Este orden de prioridades es esencial en cualquier mayordomía que contenga un ingrediente de amor, ya sea con la esposa –amor conyugal- o con los hermanos en la iglesia, -amor fraternal. Ello es un reflejo de lo que ocurre en nuestra relación con Dios: la meta primera es la forja de un carácter, «que seamos hechos conformes a la imagen de su Hijo» (Ro. 8:29). No debe ser casualidad que la descripción primera que se hace de Jesús es que «era el Verbo» (Jn. 1:1). Alude a su esencia, el ser, para describir después lo que hizo (Jn. 1:9-18).
Este principio tiene una consecuencia práctica importante. El éxito o el fracaso en mis relaciones no se debe medir, en primer lugar, por lo que hago por ellos –actividades- sino por mis actitudes, cómo soy con ellos. Ser un buen mayordomo no es, ante todo, un asunto de tener más o menos tiempo para dedicar a la esposa, los hijos, los amigos o los hermanos en la iglesia. La calidad de nuestras relaciones no es un asunto de agenda o de reloj. Dos personas pueden estar juntas y, sin embargo, sentirse muy lejos la una de la otra. Todo lo que hagamos por los demás debe venir precedido y rubricado por un trato afable, un carácter lleno del fruto del Espíritu. Este es el mejor regalo que podemos darle a una persona. De hecho, uno de los mayores elogios que alguien nos puede hacer es: «Gracias por ser como eres».
Un personaje bíblico, Bernabé, nos ilustra muy bien este principio. Su mismo nombre apela a un rasgo precioso de su forma de ser: «hijo de consolación». Su contribución mayor a la Iglesia Primitiva no vino dada tanto por sus actividades -viajes misioneros, ministerio en la iglesia de Jerusalén, etc.-, sino por su carácter conciliador y consolador. Estas virtudes fueron la clave que facilitó el trascendental encuentro del recién convertido Saulo con los atemorizados discípulos que recelaban de él. La aportación más importante de Bernabé a la Iglesia tuvo que ver, ante todo, con su carácter lleno del fruto del Espíritu Santo.

La importancia de «estar al lado de»

Después del ser viene el estar. La segunda forma práctica de ser fiel como mayordomo de mis relaciones consiste en estar con, estar al lado de mi prójimo. También esta faceta es un reflejo del modelo de la Trinidad. Se corresponde con el ministerio del Espíritu Santo en el creyente; él es el Paracleto, cuya función es confortar y guiar. La palabra aplicada a esta acción del Espíritu Santo -parakaleo- es muy rica en matices; significa a la vez cuidar, estar al lado de, confortar, consolar, preocuparse por. El vocablo equivalente en latín sería curar. De ahí surge el concepto de cura de almas, tarea primordial en la vida de cualquier iglesia y meta del mayordomo fiel. Cuidar a mi prójimo, a mi esposa, a mis hijos, a mis padres, a mi hermano en la iglesia, implica estar junto a, estar presente (de ahí deriva la palabra «asistir»). Un ingrediente esencial del cuidar es la cercanía. No se trata sólo de una cercanía física, sino sobre todo emocional. Se puede transmitir aun estando físicamente lejos. Por ello una llamada por teléfono, una carta, un regalo, un mensaje, una tarjeta postal nos hacen exclamar: «gracias por estar a mi lado, te he sentido cerca».

Esta faceta es especialmente valiosa y apreciada en los momentos de gozo y de sufrimiento. «Llorar con los que lloran y gozar con los que se gozan» (Ro. 12:15) es una de las mejores formas de ser un mayordomo fiel en las relaciones. Nuestra sola presencia al lado de alguien que sufre, del atribulado por una pérdida, del que tiene sed o hambre, está en la cárcel o está desnudo (Mt. 25:31-40) es un regalo precioso no sólo para la persona, sino para el Señor mismo: «Por cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos, a mí lo hicisteis» (Mt. 25:40). ¡Impresionante privilegio!

Cuando el creyente practica esta forma de mayordomía está imitando y aplicando la labor del Espíritu Santo. Y esta tarea, además, la realiza con Su poder. Ahí radica la diferencia entre una preocupación meramente humanitaria o social por los demás, tarea que puede realizar cualquier persona de buen corazón, y la labor de pastoreo mutuo dentro del cuerpo de Cristo, la Iglesia, que sólo se puede realizar bajo la dirección y el poder del Consolador por excelencia. Cualquier ONG puede cuidar al necesitado; sólo el creyente puede hacer «cura de almas» porque tiene al Espíritu Santo, el cuidador divino.
También aquí encontramos ejemplos bíblicos de hombres modestos, ocupando un lugar secundario en comparación con los apóstoles, pero cuyo ministerio de consolar y cuidar fue clave en la consolidación de las iglesias nacientes. Ya hemos considerado a Bernabé. Tenemos a Tíquico, a quien Pablo envió a los colosenses para que «conforte vuestros corazones» (Col. 4:8). Pablo dice acerca de Filemón: «Pues tenemos gran gozo y consolación en tu amor, porque por ti, oh hermano, han sido confortados los corazones de los santos» (Flm. 1:7). Parecido ministerio ejerció Epafrodito a quien Pablo se refiere como «ministrador de mis necesidades». Lo más hermoso es la manera como Pablo describe a continuación el efecto benéfico que la presencia de Epafrodito iba a tener entre los filipenses: «Así que le envío con mayor solicitud, para que al verle de nuevo os gocéis, y yo esté con menos tristeza. Recibidle, pues, en el Señor con todo gozo y tened en estima a los que son como él» (Fil. 2:28-29). ¡Cómo necesitamos de Epafroditos en la Iglesia hoy!

Amar implica servir y soportar

El amor es la tercera característica de un mayordomo fiel. Pero, ¿qué significa amar? El amor ágape tiene dos grandes dimensiones. (Para un estudio más amplio del tema recomendamos el pasaje de Col. 3:1-17, excelente catálogo práctico del amor en la iglesia). Por un lado, tiene una dimensión activa que implica dar, servir, entregarse. Después del ser y del estar al lado de entramos ahora en el hacer. Ello supone tomar la iniciativa, dar el primer paso. El cántico del amor por excelencia (1 Co. 13) no es tanto un poema romántico como un catálogo de actitudes que retratan al amante maduro. Así, el segundo rasgo apela al servicio: «El amor es servicial» (1 Co. 13:4, versión Reina Valera 1977). El servicio supone estar dispuesto, si hace falta, a ceñirse la toalla y lavar los pies de mi prójimo. ¿En qué te puedo ayudar? ¿Qué puedo hacer por ti? El Señor Jesús la resumió en la llamada regla de oro: «Y todo lo que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos» (Mt. 7:12). Esta demanda es mucho más difícil que el refrán «no quieras para los demás lo que no quieras para ti». La frase popular se centra en lo negativo y es pasiva –evitar algo. El ágape de Jesús, por el contrario implica dar el primer paso, es activo.

El amor, sin embargo, tiene una segunda dimensión que –de nuevo- nos lleva al terreno de las actitudes. Acabamos de ver su faceta activa –hacer por-, pero los actos de amor deben siempre ir acompañados de actitudes de amor. He aquí algunos ejemplos:
«Vestios, pues, como escogidos de Dios, santos y amados, de entrañable misericordia, de benignidad, de humildad, de mansedumbre, de paciencia; soportándoos unos a otros y perdonándoos unos a otros si alguno tuviera queja contra otro. De la manera que Cristo os perdonó, así también hacedlo vosotros. Y sobre todas estas cosas vestios de amor, que es el vínculo perfecto» (Col. 3:12-14).

Esta descripción del amor nos sorprende por su realismo. Decíamos al principio que las relaciones humanas son muy complicadas y frágiles. Pablo lo sabía bien y por ello empieza el mencionado cántico del amor de 1 Co. 13 con una paradoja sorprendente: «el amor es sufrido». El amor maduro ha aprendido a soportar, a tener paciencia, a perdonar.

La vinculación entre amor y sufrimiento –«el amor es sufrido»- se hace muy evidente en la relación de las diversas personas de la Trinidad con el ser humano. El Dios Padre «...se arrepintió de haber hecho al hombre en la tierra y le dolió en su corazón» (Gn. 6:6). Asimismo son innumerables los pasajes en que vemos cómo el corazón de Dios «se conmueve y se inflama toda su compasión» (Os. 11:8). Del Espíritu Santo se dice que «intercede por nosotros con gemidos indecibles» (Ro. 8:26). Y ¿qué diremos del Señor Jesús, «varón de dolores, experimentado en quebranto» por amor a cada uno de nosotros? Sí, «el que ama llora y el que no llora es que no ama», como bien señaló el teólogo japonés Kitamori, un destacado estudioso del tema del sufrimiento de Dios.

Debemos concluir, volviendo al pensamiento inicial: las relaciones humanas son una fuente inmensa de gozo, pero, a veces, también de decepción y de desaliento. El mayordomo fiel que busca darse a los suyos experimentará en algún momento de su vida la frustración del apóstol Pablo cuando afirmó de los corintios: «Y yo con el mayor placer gastaré lo mío, y aun yo mismo me gastaré del todo por amor de vuestras almas, aunque amándoos más sea amado menos» (2 Co. 12:15). El antídoto contra el desaliento radica en tener los «ojos puestos en Jesús» (Heb. 12:2) quien nos ha prometido que «cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa» (Mt. 10:42).


                                                  Pablo Martínez Vila


Copyright © 2009 - Pablo Martínez Vila

miércoles, 12 de septiembre de 2018

Memorizando las Escrituras

Continuamos el desafío de memorización del : "Salmos 19"
Hoy nos toca el versículo 2 .
Luego repita sus versículos a su compañera de desafío...
¡Sin faltar un día!


¡Dios le Bendiga!


martes, 11 de septiembre de 2018

Memorizando las Escrituras

En lo particular estoy memorizando las escrituras desde hace algún tiempo.
 Este en un desafío al cual me invitó una fiel amiga y hermana en Cristo.
 Hoy quiero desafiarlas a ustedes para que inviten a otras a memorizar,
y así hasta finalizar el Salmos capítulo 19, del versículo 1 al 14.


¡Dios les bendiga!


¡Mayordomos o Esclavos? Parte I

Tenga a mano su Biblia para respaldar los versículos en la lectura de este artículo.
¡Dios les Bendiga! 



Psicología y Pastoral

Familia y Relaciones Personales

Las relaciones humanas.

¿Mayordomos o esclavos? (I)

Las relaciones personales son complicadas. Encierran en sí mismas lo más hermoso del alma humana -la capacidad de amar y darse-, pero también contienen rincones oscuros de donde puede salir lo peor de cada uno. Así, nuestras relaciones personales pueden ser una antesala del cielo o el mismo infierno. Las relaciones se disfrutan, pero también se sufren. Ello ocurre en todos los ámbitos de la vida: la familia, el matrimonio, la iglesia, el trabajo, incluso con los amigos. Esta es, probablemente, la razón por la cual la Palabra de Dios abunda en instrucciones acerca de cómo relacionarnos con el prójimo. Quizás con la excepción de la salvación, ningún otro tema es tan ampliamente tratado en la Escritura. Dios muestra especial interés en que «hagamos bien a todos y mayormente a los de la familia de la fe» (Gá. 6:10).
La idea de la mayordomía aplicada a las relaciones no aparece en la Palabra de forma tan explícita como en otros temas, por ejemplo en el área del tiempo (Ef. 5:16) o de los dones y talentos (Mt. 25:14-30). No se nos exhorta textualmente a «administrar bien nuestras relaciones»; sin embargo la idea implícita de ser responsables, fieles y muy cuidadosos en todas nuestras relaciones aparece sin cesar. Por ejemplo, no hay ni una sola epístola que no dedique una sección amplísima al tema, con especial mención de Efesios, Colosenses y 1ª de Juan que constituyen un auténtico tratado magistral de mayordomía en las relaciones. En la medida en que el cristiano intenta aplicar estos principios éticos diseñados por Dios, sus relaciones se convertirán en fuente de satisfacción y de gozo: «Mirad cuán bueno y delicioso es habitar los hermanos juntos en armonía» cantaba el salmista con entusiasmo (Sal. 133:1). Igualmente, cuando el ser humano se aleja de estas instrucciones divinas para la convivencia, las consecuencias son nefastas: rupturas, celos, homicidios y muros de separación que hacen de las relaciones un tormento.

Buscando el equilibrio: la relación con Dios, conmigo mismo y con otros

En la vida hay tres relaciones esenciales de las que debemos ser buenos mayordomos por igual, sin descuidar ninguna de ellas: la relación con Dios, la relación conmigo mismo y la relación con los demás. Las tres son interdependientes y forman como un racimo inseparable. Mi relación con lo demás irá bien en la medida que yo sea capaz de relacionarme bien conmigo mismo. La psicología nos enseña el gran valor de nuestra identidad como base de las relaciones: quien no ha aprendido a relacionarse consigo mismo, encuentra difícil relacionarse con los demás. Muchos problemas de acercamiento, de intimidad, vienen de una identidad defectuosa. No debemos descuidar, por tanto, la mayordomía de nuestra propia persona, el conocido consejo de Pablo a Timoteo «ten cuidado de ti mismo».
Pero la clave radica en nuestra relación con Dios. Las relaciones conmigo y con los demás irán bien en la medida en que mi relación con Dios sea adecuada. Este es el orden bíblico y ahí está el secreto de nuestra mayordomía. Cuando se rompe la relación con Dios, como ocurrió en la Caída, arrastra en consecuencia la relación con uno mismo y con los demás.
Dos conclusiones se desprenden de este punto:
  • hemos de buscar un equilibrio adecuado entre las tres relaciones básicas. Vivir para los demás no puede llevarnos a descuidar nuestra persona de forma negligente o nuestra relación con Dios.
  • El origen y sostén de todas nuestras relaciones es Dios. Por ello, «Si el Señor no edifica la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal. 127:1). Dependemos de los recursos del Espíritu Santo y del amor de Cristo para ser buenos mayordomos

¿Quién es mi prójimo?

Al hablar de la relación con los demás necesitamos delimitar nuestro campo de acción: ¿de quién hemos de ser mayordomos? ¿A quién hemos de cuidar? Si no precisamos la parcela de nuestra mayordomía, podemos perdernos en un campo difuso y enorme de relaciones en las que no tenemos, de hecho, una responsabilidad esencial. En el presente artículo vamos a tratar de las relaciones con el prójimo. El Señor, al resumir los mandamientos, nos delimitó perfectamente nuestra tarea: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Entendemos por prójimo a aquellas personas que están cerca de nosotros por razones afectivas o físicas; la palabra «prójimo» literalmente significa el «próximo», el que está al lado. A veces el prójimo lo es de forma circunstancial, no permanente, como nos enseña la parábola del buen samaritano. No olvidemos que el Señor expuso esta parábola en respuesta justamente a la pregunta «¿quén es mi prójimo?».
Este mandamiento (o resumen de mandamientos) tiene sobre nosotros dos efectos; por un lado, nos libera porque nadie nos pedirá cuentas por «los millones de personas que sufren en el mundo» o «las multitudes que pasan hambre». Pero, al mismo tiempo, tiene un efecto que nos compromete porque sí soy responsable por el que sufre a mi lado o el que pasa hambre junto a mí pues ellos son mi prójimo.
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn. 4:9). Con esta pregunta Dios confrontó a Caín tras su espantoso fratricidio. Por su misma naturaleza, toda mayordomía contiene un elemento inevitable de responsabilidad. Éste es el principio que encontramos en el texto de Génesis. Dios le pide cuentas a Caín por su homicidio. «¿Qué has hecho con tu hermano Abel?» Caín no podía lavarse las manos impunemente porque tenía que darle explicaciones a Dios del brutal trato dado a su hermano. Igualmente Dios nos pedirá cuentas a cada uno de nosotros por cómo hemos tratado al prójimo. Nadie puede responder con el cinismo de Caín: «¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?». Sí, todo creyente es guarda de su hermano.
La meta de este escrito es estimular a una mayordomía saludable y equilibrada, fuente de relaciones satisfactorias, no engendrar culpa ni ansiedad por nuestra imperfección y carencias en tan magna tarea. Descansamos en la gracia de Cristo que nos justifica. Reconocemos nuestra impotencia y nuestra debilidad en ésta como en otras áreas de la vida cristiana. Por tanto, en un tema propicio a la frustración hemos de aferrarnos a esta gracia divina que nos libera de falsos sentimientos de culpa y también nos limpia de la culpa auténtica cuando ello haga falta. Sólo así, partiendo de nuestra impotencia humana y nuestra fortaleza en Cristo, podremos disfrutar de uno de los mayores privilegios del ser humano: «ser guarda de su hermano».

Límites y limitaciones: un enfoque realista

¿Cómo podemos ser buenos mayordomos de nuestras relaciones? Ante todo, una buena mayordomía no significa satisfacer todas las demandas y necesidades de mi prójimo. Si no entiendo o no acepto este principio básico y quiero cubrir todas las necesidades que veo a mi alrededor, voy a acabar frustrado y agotado, y dejaré descuidadas otras áreas importantes de la vida.
Ello es así por dos razones: en primer lugar, porque en el campo de las relaciones humanas las necesidades son casi infinitas, nunca se terminan. Aquellos que tienen responsabilidades pastorales en la iglesia o los que trabajan en profesiones asistenciales (sanitarios, maestros, obreros sociales etc.) conocen bien esta realidad: cuanto más haces, tanta más cuenta te das de lo que queda por hacer, de modo que siempre hay algo más que puedes hacer. Nos hará bien recordar que ni siquiera el Señor Jesús, como hombre, fue capaz de satisfacer todas las expectativas de los demás. Con frecuencia le vemos poniendo límites a las demandas de la gente, unas veces apartándose de las multitudes para ir a descansar, otras veces incluso rehusando ayudar cuando ello no entraba dentro del propósito de su ministerio (Mt. 15:21-28).
La segunda razón es que algunas personas -afortunadamente no todas- cuanto más les das, tanto más esperan -o incluso, exigen- de ti. Es un problema de expectativas que a veces puede convertirse en una auténtica carga para quien desea ayudarles porque tales personas acaban sintiéndose como víctimas y hacen sentir a los otros culpables. Por tanto, el primer paso es aceptar nuestras limitaciones y poner límites a nuestra entrega. En este sentido nos ayudará tener una motivación correcta a la hora de «guardar al hermano» y una visión clara de lo que Dios espera del mayordomo. Éstas son nuestras próximas consideraciones.

Mayordomos de Dios, no esclavos de los hombres

El apóstol Pablo nos da un principio muy clarificador. «Así pues, téngannos los hombres por servidores de Cristo y administradores (mayordomos) de ... Dios. Ahora bien, se requiere de los administradores que cada uno sea hallado fiel» (1 Co. 4:1-2). El requisito principal, de hecho el único mencionado, de un mayordomo de Dios es la fidelidad. La misma idea se encuentra en el conocido pasaje de la parábola de los talentos cuando el elogio supremo que recibe el mayordomo es: «Bien, buen siervo y fiel, sobre poco has sido fiel...» (Mt. 25:21). Llama la atención que en el texto de 1 Co. 4 Pablo se refiere inmediatamente al escaso valor que la opinión de los demás tiene para él: «Yo en muy poco tengo el ser juzgado por vosotros» (1 Co. 4:3). Es significativo que tal afirmación se haga justamente en el contexto de una buena mayordomía. El apóstol sabía bien que en el campo de las relaciones lo importante es la opinión de Dios, no la de los hombres.
Ello nos hace volver de nuevo al problema de las expectativas de los demás. Si tenemos claro que nadie nos exige satisfacer todas las demandas posibles y lo que el Señor espera es una actitud fiel, ¿por qué algunos creyentes caen en un activismo frenético y, aún así, sienten que nunca es suficiente lo que hacen en su servicio a los demás? En la mayoría de ocasiones surge de la necesidad de agradar mucho y no decepcionar nunca. Algunas personas viven como un fracaso el tener que decir «no» y temen perder el afecto del otro si no satisfacen todas sus demandas, por excesivas que sean. Sin darse cuenta, enfocan sus relaciones con una motivación equivocada: que tengan un buen concepto de mí. Es lo que llamaríamos la motivación narcisista. Este problema -porque llega a ser un problema- suele darse en personas inseguras, con una autoestima baja, que necesitan constantemente el afecto de los demás en forma de aprobación y de aplauso. De lo contrario se sienten frustrados o culpables.
Como creyentes no cuidamos del prójimo para agradarle ni para que tenga un buen concepto de nosotros. Cuando esto ocurre es agradable, pero es un «efecto colateral», no la meta de nuestras relaciones. Se nos llama a ser mayordomos de Dios, pero no esclavos de los hombres. La motivación central es el amor a Cristo porque es a El a quien servimos (Col. 3:23-24).

«No nos cansemos, pues de hacer el bien;
porque a su tiempo segaremos si no desmayamos.
Asi que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos,
y mayormente a los de la familia de la fe»
(Gá. 6:9-10)

                                              Pablo Martínez Vila

Copyright © 2009 - Pablo Martínez Vila

lunes, 10 de septiembre de 2018

En la noche oscura de la depresión

Tenga su Biblia a mano para visualizar y retener en su memoria los versículos, para el respaldo de la lectura.
                                    ¡Dios le bendiga!

Psicología y Pastoral

En la noche oscura de la depresión

«¿Puede un cristiano sentirse deprimido? ¿Es pecado la depresión? ¿Por qué esta moderna plaga emocional afecta a tantas personas, incluidos creyentes consagrados y maduros en la fe? ¿No es Cristo el mejor médico y la oración la mejor terapia?»
Estas preguntas, muy frecuentes, reflejan la inquietud de bastantes creyentes. Para ellos es difícil entender cómo una persona con fe en Cristo puede atravesar tiempos de depresión, agotamiento o sequía espiritual. Se les hace difícil conciliar la exhortación de Pablo «estad siempre gozosos» con la realidad de hombres y mujeres de fe sufriendo una depresión. Aun mayor perplejidad sienten cuando el problema afecta a los líderes espirituales, los pastores de la iglesia.

Vasijas de barro y no de oro

¿Qué nos enseña la Palabra de Dios al respecto? Un análisis detallado del texto bíblico arroja mucha luz, y en especial mucho consuelo, a los que sufren una depresión. Para empezar, es difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje que no haya atravesado la angostura del valle o la oscuridad del túnel. Unas veces fue en forma de depresión (Elías en 1 R. 19:1-18; Jeremías, ver Jer. 20). Otras veces en forma de duda (Habacuc, Juan el Bautista); casi siempre con profundas experiencias de soledad y frustración (David, Pablo).
Al descubrir esta larga lista de héroes de la fe pasando por duras pruebas emocionales, nuestros ojos se abren a una conclusión realista: estos hombres y mujeres fueron gigantes en la fe, sí, pero también hombres de carne y hueso «sujetos a pasiones (sufrimientos) semejantes a las nuestras» (Stg. 5:17). Y ello es así porque Dios, en su soberanía misteriosa, se vale de vasos de barro y no de oro, vasijas frágiles, por cuanto «el poder de Dios se perfecciona en la debilidad... porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2 Co. 12:9-10). Dios permite sombras en sus mejores instrumentos para que solo su nombre resplandezca. La depresión se presenta, por tanto, con mucha naturalidad en la Biblia.

Moisés, el lider que se queria morir

Vamos a analizar en detalle una de las crisis más destacadas de Moisés, el hombre escogido por Dios para ser guía del pueblo de Israel. Este gran hombre de fe, un verdadero modelo de quien se dice que «se sostuvo como viendo al Invisible», experimentó la depresión con gran intensidad hasta el punto de querer morir. Cansado de la desobediencia y las quejas constantes del pueblo, abrumado por el peso de la responsabilidad, sintiéndose muy solo y agotado, su espíritu desfallece:
«Y dijo Moisés a Dios: ¿Por qué tratas mal a tu siervo? y ¿por qué no he hallado gracia en tus ojos, que has puesto la carga de todo este pueblo sobre mí? ...No puedo yo solo soportar a todo este pueblo que me es pesado en demasía. Si vas a tratarme así, yo ruego que me des muerte, si he hallado gracia a tus ojos; y que yo no vea mi desventura» (Nm. 11:11-15)

Síntomas de la depresión

Veamos, en primer lugar, qué le pasaba a Moisés ya que los síntomas de su depresión son frecuentes y ayudarán al lector a identificarse con la tribulación de Moisés.
En una etapa inicial Moisés interpela a Dios y parece que le pide cuentas por su forma de actuar, incluso le reprocha que le llamara a esta tarea. Abundan los «por qué» que reflejan la protesta y la confusión del gran líder. Hasta cinco preguntas le formula Moisés a Dios, preguntas con un contenido netamente depresivo. Observemos cómo se siente perjudicado y maltratado, sentimientos típicos de la depresión cuando la mente distorsiona los hechos, tal como veremos después, y ve la realidad mucho peor de lo que es.
Moisés necesita verter libremente todo lo que hay en su corazón. Es una protesta terapéutica porque la libre expresión de pensamientos y emociones tiene un notable efecto liberador. Es como una descarga del peso que le oprime. Moisés no puede contenerse. Necesita vaciar el enojo y la frustración contenidos en su corazón. Las palabras de Moisés, y sobre todo su forma y tono, revelan irritabilidad, otro síntoma habitual en la depresión. Es llamativo que Moisés, considerado «el hombre más manso de toda la tierra» (Nm. 12:3) llegue a este extremo de irritabilidad. El hastío y las palabras duras, casi agresivas, contra el pueblo, nos revelan a un hombre cansado, decepcionado, sin fuerzas para seguir adelante.
La descarga de Moisés llega a su máxima intensidad en Nm. 11:12: «¿Concebí yo a todo este pueblo? ¿Lo engendré yo para que me digas: Llévalo en tu seno, como lleva la que cría al que mama?» Moisés deja entrever el deseo de abandonarlo todo. Hoy diríamos que le presenta su dimisión a Dios! Sin embargo en el versículo siguiente la descarga emocional empieza a dar sus frutos y ya es capaz de articular una queja más razonada y concreta: «¿De dónde conseguiré yo carne para todo este pueblo?» (Nm. 11:13)
Observamos, por tanto, cómo Moisés tiene una gran necesidad de vaciar su corazón, presentarle a Dios sus cargas. No podemos, sin embargo, omitir un hecho importante: Moisés no se queja de o contra Dios, sino a Dios. Aun en medio de su depresión, le habla a Dios desde una posición de sumisión y lealtad. No es pecado decirle a Dios cómo nos sentimos, aunque nuestra protesta sea tan enérgica como la de Moisés. El pecado radica más bien en la amargura de corazón acumulada tras meses o años de silencio. Silenciar nuestras cargas y dudas es un excelente caldo de cultivo para las crisis de fe.
Otro síntoma típico de la depresión son los pensamientos distorsionados. La manera de razonar, sentir y percibir la realidad se altera profundamente en el sentido de verlo todo desde una óptica pesimista y sin esperanza. Estos pensamientos negativos son característicos de la depresión y los vemos con gran claridad en este pasaje. Moisés, confundido por su visión depresiva, erraba en su valoración de Dios y en la evaluación de su trabajo. En cuanto a Dios, pensaba que le había abandonado e incluso que quería perjudicarle. En cuanto a sí mismo, se sentía un fracasado.
La crisis va in crescendo hasta culminar en Nm. 11:15 con las ideas de muerte: «Yo te ruego que me des muerte». Es un proceso que tiene su lógica. Las ideas de fracaso, de inutilidad e incluso de culpa injustificada llevan a Moisés a sentirse como en un callejón sin salida en el que sólo la muerte parece una liberación. Primero, Moisés dirigió su hostilidad (queja) contra Dios; luego, contra el pueblo, y termina contra sí mismo. La tensión se había hecho insoportable. Moisés ha perdido su autoestima, hecho clave en toda depresión, y ello conlleva la pérdida de esperanza. Ante esta situación la única salida que ve es la muerte. Puesto que no hay luz por ninguna parte, lo mejor es desaparecer. Moisés no veía ninguna salida a su túnel.
Algunas personas con depresión grave pueden tener una experiencia similar a la de Moisés en cuanto al deseo de morirse. No olvidemos, en estos casos, que las ideas de suicidio en la depresión son la consecuencia de una mente que, enferma, es incapaz de pensar nada positivo. En este punto empezamos a entender que la depresión es, muchas veces, una verdadera enfermedad que afecta a la mente, los sentimientos e incluso la voluntad de la persona.

La causa de la depresión de Moisés

La descarga emocional –abrirle su corazón a Dios sin reservas- le da a Moisés luz en cuanto a su problema. El hombre confundido de la primera etapa está ahora en condiciones de ver su situación con más claridad, hasta el punto que él mismo llega a ver la causa de su depresión: «No puedo yo solo soportar a todo este pueblo, que me es pesado en demasía» (Nm. 11:14). Brillante diagnóstico. El contexto anterior –Nm. 11:1-10- nos ayuda a entender la razones de su agotamiento. Las repetidas quejas del pueblo, murmurando sin cesar, habían llegado a agotar la paciencia de Dios mismo: «Y la ira de Jehová se encendió en gran manera» (Nm. 11:10). No sorprende entonces, la tremenda tensión emocional de Moisés que acaba por minar su resistencia psíquica. Estamos ante una clara depresión por agotamiento.
Ahí tenemos, deprimido y sin esperanza, al siervo a quien Dios había confiado una misión muy especial: conducir al pueblo por el desierto, un desierto tan literal como metafórico. La desobediencia del pueblo había agotado la paciencia y la capacidad de resistencia de Moisés hasta llevarle a una depresión profunda.

La respuesta de Dios

Llegados a este punto debemos examinar un aspecto crucial del pasaje que es también clave para un adecuado tratamiento del deprimido: ¿Cómo actúa Dios? Veamos la respuesta que le da a Moisés:
«Reúneme setenta varones de los ancianos de Israel, que tú sabes que son ancianos del pueblo y sus principales. Y tráelos a la puerta del Tabernáculo y esperen allí contigo. Y yo descenderé y hablaré allí contigo y tomaré del espíritu que está en ti y pondré en ellos. Y llevarán contigo la carga del pueblo, y no la llevarás tú solo.» (Nm. 11:16-17)
En el momento más necesario, cuando Moisés no puede más y desea la muerte, surge la palabra balsámica del médico supremo. Dios sabía bien la causa del estado de Moisés y la respuesta viene de la manera más adecuada. En la forma de actuar del Señor hay tres aspectos que queremos destacar. Dios le provee a Moisés de las tres cosas que más necesitaba:

Comprensión

Dios no censura a Moisés por su depresión ni le trata ásperamente; ni una palabra de reproche sale de la boca del Señor. La comprensión sustituye a la reprensión. Dios se nos presenta como maestro de la simpatía hacia el atribulado. Lo que menos necesitaba Moisés en aquel momento eran palabras de reproche. A nosotros, humanamente, nos podría parecer que Moisés merecía algún tipo de corrección. Pero el «Señor es lento para la ira y grande en misericordia» (Sal. 86:15). Esta respuesta de Dios constituye una iluminadora advertencia para los que se apresuran a emitir juicios condenatorios o gestos de desaprobación cuando ven a un hermano como «caña cascada o pábilo que humea» (Is. 42:3). Si queremos parecernos a nuestro Maestro, haremos bien en imitarle: la misericordia, la comprensión y la simpatía deben abundar mucho más que el juicio severo, la reprensión o la condenación hacia el que sufre.

Ayuda práctica

Dios provee una salida. La respuesta de Dios no se limita a comprender a su siervo deprimido, sino que es sumamente práctica. Le proporciona la ayuda más asequible para que Moisés pueda salir de la depresión. El estado emocional de Moisés era muy parecido a una ciudad asediada por el enemigo. Lo más urgente es encontrar una salida que alivie este cerco. Observemos que Dios no le da una «solución» instantánea, de manera que el problema desaparezca de forma mágica. No olvidemos que la palabra solución no aparece en la Biblia ni una sola vez. En cambio sí se nos promete que «fiel es Dios que no permitirá que seáis probados más allá de lo que podéis soportar, sino que juntamente con la prueba dará también la salida» (1 Co. 10:13). Dios no cambió a Moisés por otro líder ni siquiera le dió oportunidad para un tiempo de descanso. El pueblo siguió siendo conflictivo; el peso de la dirección seguía estando allí. Pero algo muy importante sí cambió: Dios le dio la salida precisa, le proporcionó los instrumentos adecuados para afrontar la situación: «Setenta ancianos del pueblo llevarán la carga contigo y no la llevarás tú solo». Dios provee la salida adecuada en el momento adecuado.

Estímulo para su autoestima

Queda claro que Dios no consideró un pecado la depresión de Moisés. Si hubiese sido así, Dios le habría apartado de tan estratégica responsabilidad. Lejos de ello, le reafirmó en su tarea con una frase luminosa y terapéutica: «..y tomaré del espíritu que está en ti, y pondré en ellos» (Nm. 11:17). Una vez más Dios se nos revela como un exquisito conocedor de la mente humana. ¿No se había quejado Moisés de que Dios le trataba mal y de que casi le había desechado? (Nm. 11:11). La autoestima de Moisés, tan deteriorada, necesitaba una buena dosis de renovación. La frase «tomaré del espíritu que está en ti y pondré en ellos» implicaba dos grandes estímulos: por un lado, Dios no se había olvidado de Moisés, su espíritu estaba todavía presente en el líder del pueblo. Por otro lado, ¡Dios no podía insuflar un espíritu alicaído y débil en los otros ancianos! La lógica de Dios se hace aplastante: «Moisés, sigo creyendo y confiando en ti» es el mensaje claro que Dios le transmite con su decisión. Moisés estaba en depresión, pero era capaz de entender este mensaje: «si Dios toma de mi espíritu para darlo a otros, señal de que no debo ser tan desastre...».
El trato amoroso y delicado de Dios surtió efecto. Moisés pudo salir del valle oscuro de la depresión. Los acontecimientos posteriores de su vida nos muestran que esta crisis no fue estéril. Sin duda Moisés pudo aprender valiosas lecciones de esta dolorosa experiencia. El autor de Hebreos (Heb. 11:26-27) nos revela dos de los grandes secretos de la fe de Moisés:
«Tenía la mirada puesta en el galardón»
«Se sostuvo como viendo al Invisible»
Esta doble expresión de la fe de Moisés es la columna que le permitió asirse de Dios en la hora oscura de su depresión. Es la misma columna que todo creyente tiene a su alcance.
                                                           Pablo Martínez Vila

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